Cuenta la leyenda que la niña Adela tuvo un sueño en el que dios, en forma de neblina deforme, bajó a sus aposentos para susurrarle el deseo de habitarla y sentirla en su verdadera vocación, y que ese dios trascendió y se reveló en una pequeña iglesia con motivos alusivos al misterio de la Encarnación. Y así, de igual manera que la palabra se hizo carne, Adela se convirtió, y buscó y buscó hasta encontrar el lugar de la ensoñación donde, como novicia, posar y dedicarse a la oración. Fue allá, en un convento de clausura de un pueblo tendido a sol, en los arrabales, junto a una alameda, al final de la calle Mayor.

Han pasado más de cuatrocientos años desde que en sus inquebrantables muros rebotaron las primeras plegarias de acción de gracia y de imprecación; han sido cuatrocientos años en los que abnegadas mujeres prestaron sus almas rezando para salvar las almas extraviadas de otros; cuatrocientos años en los que con su retiro se hicieron invisibles hasta que por fin rompieron la clausura y nos mostraron su humanidad, su entrega, sus alegres ojos y sus bellos rostros.

Fue a mediados de los setenta cuando las puertas y ventanas del patio se abrieron de par en par a los juegos y al chiquillerío que todo lo revolucionan, tejiendo un paño de educación y de espiritualidad ciertamente cristianas pero también liberadoras. Y las celdas y los espacios reservados y cerrados se convirtieron en aulas abiertas y repletas de babis, plastilinas y cajas de cartón. Y las fraguas de los ángeles interiores calentaron la frialdad y los abandonos de los demonios exteriores. Y las reglas se relajaron socarronas hasta llenar el convento de sanas tentaciones.

Y entonces pudimos saber que madre Pilar era la sacristana que cada navidad preparaba el portal de Belén con el que tantos niños y niñas nos divertíamos haciendo más humano y comprensible el misterio de la fe. Y entonces pudimos saber que madre Mercedes quiso continuar sin mostrar su mirada y su hermosura y, como una nube silenciosa, se encomendó una vez más a los vientos del cielo buscando otros conventos de clausura.

Y entonces pudimos saber que el huerto estaba siempre tan fresco y florido porque las alas de unas nevadas mariposas yermas les daban fertilidad y colorido; y las naranjas y las rabanillas y las hojas de lechuga y las brevas sabían a gloria bendita, porque madre Luisa y madre Guadalupe, aguarinas y hortelanas, se entregaban a las labores del campo con una paciencia infinita.

Y entonces nos enteramos que aquel bello manto que cada Semana Santa lucía la virgen para tapar su dolor y su llanto, en cada pespunte llevaba el brillo de las pupilas que mientras lo bordaba se había dejado sin rechistar la madre Sor Filomena del Rosario. Y cuando madre Josefina y madre Corazón nos ofrecían con tanta usura aquellos entornaos de azafrán apagado y aquellos dulces de manteca con almendras, supimos que esas delicias escondidas en las alacenas, tenían como mejores ingredientes las manos y las caricias de unas hechiceras madres torneras.

Y cuando el olor de los pucheros y el silbido de las ollas llenaban los aires de la alameda, del altar, la sacristía y hasta los corrales de las vecinas, sabíamos entonces que madre María y madre San José estaban liándola parda en la cocina, con las especias y aderezos de madre Inés, y mientras al fondo sonaba en la pianola hermosas piezas, como un canto de vida y esperanza que, remangada y falda al ristre, interpretaba y canturreaba madre Teresa.

Y entonces pudimos ver cómo madre Isabel y madre Josefina, las últimas mohicanas mercedarias, heroínas, conversadoras, cultas y leonas, eran capaces de entregar su alma, esa que tenían reservada para el día de juicio final, en mantener viva la llama, las puertas abiertas, el repique reverente de campanas, el trajín cada semana santa de hermanos y hermanas, y el saludo devoto con sus vecinos cada tarde, cada noche y cada mañana.

Y entonces comenzamos a sospechar que algo se escondía detrás de estas madres mercedarias mohicanas, porque no podía ser de ese mundo alguien que cuando quería verse en un espejo, no buscaba un tocador sino que se sentaba frente a un niño harapiento y lleno de complejos, junto a una mujer impedida y sin compañía, al lado de un anciano sin memoria, sin fuerzas en sus piernas y las manos vacías, buscando salidas a los perdidos en sus propios laberintos, y observando siempre una evocadora treceava Carta de San Pablo a los Corintios.

Y entonces recordamos charlas con madre Fali y cómo sentíamos que sus ojos cafés brillaban más que los de muchas criaturas que se dicen satisfechas, y su boca hablaba de felicidad con una sensación única y mágica que jamás lograrían los anuncios de diseños de sonrisas que nos venden por todos los rincones de nuestras falsas vidas aliñadas con publicidad y costumbres maltrechas.

Y así llegamos a preguntarnos incrédulos quienes estaban detrás de esas manos que labraban el huerto y acogían a niñas manchadas de desesperanzas para cambiarlas por anhelos y alegrías, que limpiaban y repintaban figuras de arcilla y se ensuciaban de aceite y harina, y que luego se lavaban y rezaban de rodillas. Y de pronto la mudez profunda, todo acaba, todo se cierra, todo se inunda de dudas y preguntas…

En el convento de las madres mercedarias de la Encarnación ya no andan las monjas, dale que dale, por el huerto, ni por la cocina ni en torno al fogón. Las sartenes y las perolas han quedado colgadas y amontonadas, llorando el silencio monacal y aferrándose a los restos de aceite y azúcar blanca de las últimas tortas hechas al calor de alegres “avemarías” y misericordes “señortenpiedad”.

En el convento de las madres mercedarias de la Encarnación, los santos y santas colgados en los pasillos esperan el ruido de las alpargatas yendo y viniendo mil veces, en un ajetreo constante sin cansancio ni extenuación. Y el canto devocional, que para ellas era su propio despertador y para nosotros una llamada de atención, ha enmudecido de repente y con su afonía se nos ha ido a todos unas tajadas de nuestra vida y han perdido el ritmo muchas pulsiones de nuestro corazón.

En el convento de las madres mercedarias de la Encarnación, el silencio ha tendido sigiloso un espeso manto de polvo y de noche, como si se tratase de una oración íntima con que las últimas madres ofrecen, siempre ofrecen, a dios sus tristezas y reproches. Por el convento de las madres mercedarias de la Encarnación vagan tristes decenas de almas huérfanas, de mariposas blancas, verdes, azabaches, tiernas… Fui un niño harapiento que para siempre llevaré tatuado en mi piel las caricias invisibles de las madres mercedarias, y por mi sangre correrán inevitables los pucheros que me ofrecieron para la serenidad del alma.

Desde el más absoluto respeto a quienes piensan diferente, no creo en reyes, ni en dioses, ni en tribunos, no soy católico, ni rezo, ni suplico a santos, soy ateo y no confío en milagro alguno, pero estas madres, estas lamparillas nevadas, estas monjas, estas criaturas del alba, son las que te hacen creer en la entrega desinteresada, en la solidaridad, en el prójimo desconocido, en el amor sin condición, en esas cosas tan sencillas, tan cotidianas, tan necesarias, tan humanas que son la expresión del mismísimo y verdadero dios.