Pasado el cruce, a unos tres kilómetros en dirección a la Campana, había muy cerquita de la carretera (aquello de carretera sólo tenía el nombre) un grupo de tres o cuatro árboles de altura considerable, con apariencias de pino, aunque creo que no lo eran pues no tenían piñas Lo que sí había en lo más alto de cada uno era un nido de cigüeñas. Era aquel un lugar muy adecuado para estirarse a ver pasar las nubes mientras oías el canto de las chicharras. Aunque los árboles no tenían la copa muy ancha, creaban un rectángulo sombreado en el reinaba el silencio y corría un airecillo que de vez en cuando movía las ramas. Pero aquel día había almorzado sardinas arenques y la sed me sacó del letargo.

Muy a mi pesar, me levanté y empujando la bici, me adentré por un padrón perpendicular a la carretera, en la confianza de que no tardaría en encontrar un chozos o una casilla donde pedir agua. Nunca me la habían negado. Pero llevaba andado un buen trecho empujando la bici -el terreno no permitía otra cosa- y empezaba a pensar que tal vez sería mejor volver a la carretera y tirar para Fuentes.

Por aquellos tiempos, en el cruce ponía una especie de cantina debajo de un sombrajo, equipado con un botijo del que alguna vez me había dejado echar un trago sin cobrar nada. Cogí tres o cuatro hojas de olivo y me las puse en la boca, que decían que hacían pasar la sed, Me disponía a dar marcha atrás cuando oí unos ladridos y vi dos podencos que venían al galope hacia donde yo estaba con no muy buenas intenciones.

Echar a correr ni se me ocurrió, pero qué hacer entonces. Más de una vez me había visto en situación parecida. Si era un solo perro solo ponías la bici de parapeto, pero siendo dos y perros listos, cada uno te entraría por un lado. Ya me veía el culo hecho unos zorros cuando, por suerte para mí, cuando ya los tenía prácticamente encima sonó una voz autoritaria ¡Canelo, Sultán quietos! Pararon en seco. ¡Aquí!, volvió a decir la voz. Como dudaban, al parecer les costaba renunciar a mis pantorrillas, volvió a oírse la voz gritar ¡aquí he dicho! y entonces sí corrieron, con las orejas gachas y meneando el rabo, hacia su amo.

Era un hombre de mediana edad, enjuto de carnes, piel ennegrecida y surcada por profundas arrugas que me preguntó ¿qué buscas por aquí, chaval? Estoy buscando un chozo o una casilla para pedir agua. Sujetando a los perros que se revolvían inquietos, me indicó una dirección con la mano y me dijo detrás de aquellas chumberas está el chozo de Rufino Mata, allí te darán agua.

En efecto, detrás de las chumberas había un chozo y a unos metros de la puerta, a la sombra de dos higueras de grueso tronco y copa generosa, sentados en sillas bajas con asientos de enea, unos, con asientos de tomisa, otros. El resto apretaban sus posaderas en caballetes de aquellos que se hacían de una rama de olivo de la forma apropiada. Había unas ocho o nueve personas en animada tertulia. Yo me fui acercando y, cuando los ladridos de un perrillo faldero delataron mi presencia, el más viejo del grupo -luego supe que era Rufino Mata, el dueño del chozo- me dijo acércate, muchacho, y dinos qué se te ofrece. Podrían darme agua, pregunté. Claro que sí, mira ahí está el botijo, sírvete tú mismo. Apoyé la bicicleta sobre un árbol cercano, fui hasta el brocal del pozo, cogí el botijo y bebí hasta que el agua me salía por las orejas.

Di las gracias, cogí la bicicleta y ya me disponía a marcharme cuando Rufino me dijo chaval te vas a achicharrar por estos campos, siéntate un rato aquí a la sombra  y cuando el calor afloje sigues tu camino. Encontré la proposición muy razonable, así que cogí un caballete que había por allí y me senté. Yo soy Rufino Mata, el dueño de este chozo y este huerto, dijo mi anfitrión y éstos que aquí ves son unos buenos amigos que cada domingo por la tarde se dejan caer por aquí y echamos un rato de conversación. Eran seis hombres y dos mujeres de edad mediana. No hice preguntas, así que lo único que pude averiguar sobre sus personas o la relación que les unía con Rufino fue lo que pude deducir de la conversación que se fue desgranando en el rato que estuve. Bonita bicicleta llevas, dijo uno de los contertulios, ¿qué marca es? Stayer, contesté yo. No la conozco, ¿te costó muy cara? No lo sé, la pagó mi padre.

Rufino tomó la palabra para preguntarme, sabe tu padre que andas solo por estos parajes tan solitarios. Yo me encogí de hombros y contesté a mi me gustan estos parajes solitarios. Ah, si te gustan es otra cosa. Mira, el pastor de los Benjumea ya es muy viejo y la familia está buscando un chaval para que el pastor le enseñe el oficio y lo sustituya cuando se muera, pero no encuentran ninguno. Si te interesa puedo hablar con los Benjumea y con tu padre. Es que pronto nos iremos a Barcelona, contesté yo. Ah, dijo Rufino, es lo que está haciendo la mayoría de las familias. Supongo que los Benjumea acabarán vendiendo la piara, como también han hecho otras tantas familias al no encontrar pastor.

A mí me vino a la memoria que mi padre, antes de establecerse como zapatero, en su época de agricultor le había tomado alguna tierra en arriendo a un Benjumea de la Campana, del que decía que aunque le apodaban "mala leche" era un hombre muy serio y cumplidor en el trato. Una de las mujeres, mostrando un canastillo, preguntó a la concurrencia, qué hago con las brevas que han sobrao, ¿se las echo a los pollos? No, mujer, contestó Rufino. Dáselas al chaval. Por cierto, cómo te llamas. Juan, dije. Pues eso, dáselas a Juanito. Los pollos que se coman las del suelo. La mujer dejó el canastillo a mi lado y volvió a su silla. Los tertulianos reanudaron su charla y durante un buen rato se habló de la guerra y de política.

Me pareció que en aquella tertulia, en caso de yo querer intervenir en el debate, no me habrían mandado callar, cosa muy frecuente en las reuniones de adultos. Pero si me consideraban lo suficientemente mayor para ser pastor, tal vez pensaban que también lo era para tener opinión. Sin embargo, dado mi escaso conocimiento de los temas objeto del debate, preferí tener la boca ocupada con las brevas para no meter la pata. Después le tocó el turno a la iglesia y a los curas. Aquí podría haber dicho alguna cosa ya que salieron a relucir nombres y hechos, de los que algunos conocían solo por habladurías y de los que yo podría haber dado confirmación. Sin embargo, también me abstuve de hablar ya que si me hubiesen preguntado cómo sabía todo aquello tendría que haber confesado que había sido monaguillo. Consideré prudente seguir con las brevas que aún quedaban, dado que en aquella tertulia, así como en lo referente a la política, había división de opiniones, en lo referente a la religión había un anticlericalismo unánime y radical.

Después del repaso a la iglesia y sus ministros, se repartió café del de verdad, del bueno que decíamos entonces. A mi también me dieron y, entre las brevas y el café, las arengues fueron tirando pabajo. Después del café, alguien sacó el tema de los demonios, aparecidos, brujas etc. Se contaron muchos sucesos extraños y mientras se trataban estos temas tuve la extraña sensación de que me encontraba mucho más lejos del pueblo de lo que realmente estaba. Uno de los hombres aseguraba que para impedir que una bruja entrara en la iglesia bastaba con echar dos pesetas en la pila del agua bendita y la bruja no entraba. Y si ya estaba dentro, salía inmediatamente. Otro dijo que tiempo atrás había tenido una vecina que cada sábado recibía la visita del Cabrón. Otro le replicó diciendo que aquella mujer el único cabrón que conocía era su marío y que el que la visitaba cada sábado era don Venancio, el párroco. Celebraron la ocurrencia con grandes carcajadas.

La conversación saltó a la caza y aquí Rufino tuvo que recurrir a sus buenas dotes de moderador ya que todos estaban impacientes por demostrar que su perro era el mejor para desencamar la liebre, para coger el conejo al salto, para distinguir el perdigón entre los terrones... Algún otro llevó el tema a la caza de la codorniz con red. En este tipo de caza lo importante es tener un buen reclamo, o sea un buen pito, pero ya no quedan muchos que sepan hacerlos. Lo más difícil es templar la canilla, dije yo. Me miraron algo sorprendidos y Rufino me preguntó ¿sabes algo de pitos de codornices, chaval? Bueno, el maestro Tortolero, un zapatero retirado, de vez en cuando se aburre y se deja caer por la zapatería de mi padre y se entretiene haciendo pitos para codornices. Sólo hace uno o dos.

Seguí mi discurso diciendo que después coge el hueso de la canilla de un pavo y tras limpiarla y lijarla un poco por dentro, la corta a la medida apropiada y aproximadamente a la mitad le hace una cortadura en bisel donde después introduce una pelotilla de cerote de zapatero en la que, por medio de una lezna, creaba el canal de circulación del aire, Así, mientras el cerote está blando, va soplando y modificando el agujerillo hasta que la canilla está templada. O sea, da el tono que él sabía que correspondía al canto de la codorniz.

Después deja que el cerote se endurezca, con lo cual el tono quedaba fijado. Luego confecciona el fuelle de cuero de caballo que ponía previamente en remojo durante varias horas y así al secarse queda bien apretado alrededor de la canilla, impidiendo que escape el aire. Como su nombre indica, esta pieza tenía la forma de un fuelle. Dentro se ponían algunas cerdas de crin de caballo. Era una verdadera obra de artesanía. Una vez acabado, el pito reproducía a la perfección el "par pará" "par pará" de la codorniz.

La consecuencia de aquel discurso fue que me encargaron algunos pitos para el maestro Tortolero. Dije que ya se lo preguntaría y le daría la respuesta a Rufino. La tarde llegaba a su fin y, después de dar las gracias por todo, cogí mi bicicleta. Rufino me indicó un caminillo por el que podía salir a la carretera más fácilmente que a campo a través. Por allí rodé rodé rodé hasta que en Fuentes acabé.