La escuela Pepe Pinito estaba en la calle Ancha. Hoy seguramente esa calle no me parecería tan ancha, pero entonces los niños la veíamos inmensa. Con suelo de tierra y sin aceras, allí aterrizaban los circos y teatros ambulantes que venían por Fuentes con cierta periodicidad. También aterrizaban nuestras rodillas con bastante más frecuencia. Estos teatros y circos ambulantes solían plantarse, más o menos, a la mitad de la calle, a la altura de la escuela Pepe. Eran estructuras de madera, como las plazas de toros ambulantes, pero cubiertas por una carpa de lona con bastantes remiendos y que no siempre soportaban bien un aguacero inesperado o una ventolera.

De momento vamos a dejar para el siguiente artículo lo del circo en la calle Ancha delante de la escuela. Lo que nos trae hoy aquí es la escuela de Pepe Pinito, que tal vez debido a la periódica y obligada vecindad con el circo se le había contagiado algo de la combinación tragicómica inherente al mundo de la farándula. Aunque Pepe Pinito no era tragicómico, sino un hombre honrado y serio que enseñaba, con muy buena voluntad, gramática, aritmética y algo de geografía. De historia sagrada y esas cosas que tanto proliferaban en la época no nos habló nunca a los niños. Las habilidades propias del circo y del teatro las aportábamos los alumnos de nuestra propia cosecha, sobre todo los chivirutas que constituíamos el grueso de los asistentes y a los que Pepe dedicaba buena parte de su jornada laboral y de su infinita paciencia.

El voluntarioso maestro era buen conocedor de las circunstancias del momento y perspicaz psicólogo, aunque aplicara los principios clásicos de la guantá, el cocotazo, el tirón de patillas y el de orejas, pero siempre con proporcionalidad y yo diría que hasta con justicia. No utilizaba regla ni palmeta. Supongo que iba a misa, pero aplicaba los correctivos que creía convenientes no en función de la moral dominante, sino por criterios pedagógicos o de conductas que hoy llamaríamos incívicas. Nunca por fanatismo religioso. Pepe Pinito siempre llevaba una libreta en el bolsillo de la americana, que por la variedad de datos que sobre los alumnos tenía apuntados en ella constituía, aunque la palabreja aún no estaba en boga, el algoritmo de cada uno de nosotros.

Pasaba lista dos veces al día, una por la mañana para controlar la asistencia. Los niños no podíamos contestar "presente", sino "servidor". Volvía a pasar lista poco antes de la salida para controlar quién había pagado los dos reales diarios que era lo que cobraba. Durante la jornada iba haciendo anotaciones en la libreta sobre la conducta del alumnado y que le servían para elaborar la lista de los castigados que leía cuando ya teníamos la cartera en la mano y estábamos a punto de echar a correr recitando el consabido "hasta mañana si dios quiere" y completándolo en cuanto traspasábamos la puerta con el "si me muero no me esperes". El castigo consistía en permanecer en la escuela una hora o dos más.

El espacio físico en que nos movíamos estaba constituido por una pasillo largo y estrecho y una sala no más grande que el comedor de un piso. En la sala había una mesa redonda con varias sillas y un tintero en el centro. Una pizarra y un mapa de España colgados de una pared completaban el equipamiento didáctico. Tal vez me falle la memoria, pero no recuerdo fotografía de Franco ni de José Antonio, ni Cristo crucificado ni sagrados corazones. Alrededor de la mesa se sentaban los mayorcitos que ya sabían escribir y hacer cuentas. A lado y lado y a todo el largo del pasillo se alineaban un rosario de cajones vacíos de aquel jabón verde que venía en barras y Benjamín, Cecilio y otros tenderos del pueblo cortaban en cachos que vendían a diez reales. Allí nos sentábamos la morralla, unos cuarenta chavales de cinco o seis años.

La calleja no era muy ancha y las dos filas de cajones estaban dispuestas de manera que quedábamos enfrentados y a muy poca distancia, cosa que facilitaba mucho la "comunicación". Compartíamos la machacona y disciplinada actividad de aprender a leer y contar con otras de carácter, digamos, más liberal, en realidad muy parecidas a lo que hoy llamamos plástica, psicomotricidad, expresión artística, etc. Pepe pasaba bastantes ratos explicándole a los mayorcitos los misterios de la regla de tres, tiempo que aprovechábamos nosotros para ejercer la vocación.

Mi compañero de cajón se llamaba Alfonso el Mollete, buen chaval aunque me hizo alguna jugarreta. En el cajón contiguo por la derecha se sentaban los Granadinos que cada mañana le recordaban a Pepe que su vaca había parío y que fuera a ver la becerrita. Vivían dos puertas más arriba de la escuela y el más chico de los dos a media mañana decía, Pepe voy a mi casa a buscar un cachito pan. No. Pues dámelo del tuyo. En el cajón de la izquierda se sentaban Antoño Retoño "camisa cagá", un as de la prestidigitación, capaz de hacer que tu pizarrín, aunque lo tuvieses amarrado con un cacho de guita, desapareciese de tu cartera y apareciese en la suya. A su lado se sentaba Francisco que criaba un alcaraván en el cajón. Fieras, las únicas que había éramos nosotros, pero en el cajón de enfrente se sentaba Andrés, domador de hormigas. Las hacía desfilar como el más disciplinado de los ejércitos, compartía cajón con Paquito, especialista del alambre, hacía unos borriquitos a los que sólo les faltaba rebuznar, aunque esta deficiencia ya la suplíamos nosotros sobradamente.

Trapecistas y equilibristas no faltaban en la pandilla, pero al no haber de dónde colgarse nos deleitaban con sus exhibiciones en la explanada de la estación. Había un cacho de raíl de unos dos metros clavado en el suelo, del que salía una barra transversal de la que algunos se colgaban cabeza abajo como los murciélagos, sujetándose con la punta de los pies. Cristóbal, un virtuoso, rizaba el rizo y se sujetaba con el contrafuerte de las botas. Algún pequeño descalabro hubo, pero nada serio. Los que estaban dotados para el arte melodramático encontraban su oportunidad cuando Pepe pasaba lista para lo del cobro. Fulanito de tal, Pepe mañana, a ver, hace veinte días que dices mañana ¿no te estarás gastando los dos reales en pipas?

El interpelado empezaba a hacer pucherillos. Junto con las lágrimas le salían dos velas de mocos y, con voz entrecortada, decía mientras iba sorbiendo, no Pepe, es que mi agüela se ha puesto mala, se nos ha muerto la gallina, mi popá está jolgando y hace una semana que no comemos más que gazpacho perro con pan migao. Bueno, límpiate los mocos y dile a tus padres que el maestro también come de vez en cuando, aunque sea gazpacho perro. Pero la guinda de aquel pastel más agrio que dulce de la escuela de Pepe eran sin lugar a dudas los lavabos. Estaban ubicados en un puentecillo bajo la vía, muy cerca de la garita del guardagujas. Cuanto tenías necesidad de ir levantabas la mano y decías en voz alta Pepe voy a mear. Espérate que haya otro, pues hacía que fuéramos de dos en dos. No tardaba en levantar la mano otro que se meaba, el maestro daba su autorización y juntos nos encaminábamos a la "toilette" bajo el puente.

La ruta pasaba por la puerta del molino de Jesulito y, en la época de la aceituna cuando el molino entraba en actividad, desde la puerta misma salía un arroyuelo de un líquido oleoso que llamaban alpechín y que iba a desembocar bajo la vía justo allí donde nosotros hacíamos nuestras cosas. No era infrecuente ver personas agachadas sobre el arroyo llenando recipientes de aquel líquido viscoso del que luego obtenían por decantación unas gotas de aceite para el pantostao. Uno de mis ocasionales compañeros para ir al "baño" encontró un día a su madre agachada tratando de llenar una botella en el canalillo del alpechín y le preguntó, momá eso es pa freír las papas. La madre, tratando de salvar la dignidad del hijo ante su compañero de escuela, le contestó bien alto no hijo esto es para las mariposas que le pone la abuela a las almas del purgatorio, el de freír las papas lo compramos ancá la Piompa. Los tres sabíamos que no era verdad, pues como luego me contaba el chaval, ancá la Piompa ya hacía tiempo que no les fiaban.