En aquellos tiempos, su esplendorosa juventud era capaz de devorar hasta el mismísimo tiempo. La sangre se le desbordaba como la miel se derrama de los panales. En aquellos tiempos, el faro de la ilusión proyectaba un mundo que le decían no era real. Pero para él parecía serlo. Y en su visión, el desierto de los humildes, de los muertos de hambre y de sed, se le llenaba de espejismos que no dudaba en buscar hasta la extenuación con el tesón de un incansable viajero bereber. Sin ninguna necesidad, se deslizaba una y otra vez por el filo de la navaja porque era lo que le hacía sentir el pulso ardiente de todo su ser. Lo que le hacía vivir y sobrevivir.

Y un día, con su verdad a cuestas, decidió que sus sueños no podían dormir eternamente a oscuras. Y descubrió, de la mano de Celestino, Michiclorio, Navarrito, Manuel y Antonio Bomba, el Tío de los Hierros y otro puñado de “don nadies”, que era más útil levantar realidades sobre la tierra que castillos en el aire. La sed por saber, el hambre por conocer, la necesidad de romper límites, normas y opresiones, lo llevaron a jugarse la vida en un mar turbulento y colmado de ansiosos tiburones. Porque solo los peces muertos, se decía, nadan a favor de corriente. Y así se echó a navegar por océanos de tempestades y a pisar charcos embarrados desafiando al régimen del terror, sin miedo a sus latigazos, arañazos ni represión.

Un vehículo averiado, una carretera solitaria y una luna confidente cambiaron el destino de las pesquisas de manera tan determinante como un río fluye en una sola dirección. En el seiscientos encontraron cinco “Mundo Obrero”, ochocientos ejemplares de la publicación “Democracia”, quinientas muestras del periódico “Divulgaciones” y cientos de manifiestos y convocatorias para “actos subversivos”, todos ellos timbrados con la hoz y el martillo. Mundo obrero, democracia, divulgaciones, un martillo y una hoz… Una secuencia indisoluble para conocer y comprender.

Mientras el régimen se sorprendía de la capacidad de organización de cuatro analfabetos “que tenían faltas de ortografía hasta cuando pensaban”, con veintiocho años recién cumplidos, un joven aventurero que soñaba un pueblo sin barreras, emancipado y culto para su liberación, acabó condenado como cabecilla de la célula sediciosa, por asociación ilícita y propaganda ilegal, a dos años y medio de prisión.

Quienes lo conocieron y compartieron celda, palizas y burlas dicen que pronto, muy pronto, se hizo con el liderazgo entre los presos políticos y los “delincuentes” de aquel penal, porque con un talento innato y una mirada distinta sabía llevar a la gente desde el infierno en el que estaban hasta un futuro posible donde podían estar. Con un profundo amargor, culpándose a sí mismo, bebió la vergüenza obligada a la que sometieron a su familia cuando era señalada con el dedo del desprecio y la humillación.

Un hijo rojo en un pueblo que cantaba el cara al sol. Tanto amargor que, ya expirada la pena, fuera de los barrotes de aquella cárcel que intentó su degradación, y cuando se cumplió a rajatabla la consigna del partido de retirar a aquellos que caían, se encerró en su mundo incomprendido y acabó buscando refugio entre flores, macetas, una bella fuente y un huerto amigo en la parte más honda de su casa y quizás de su despedazado corazón. Poco a poco, ayudado por su camarada Salvador, que nunca lo abandonó, el joven atizado recobraba sus esperanzas y levantaba la cabeza con el convencimiento de que los pobres y los humildes solo tienen una opción: dejar de quejarse de los reveses de la vida y hacer algo para cambiarla y vivirla.

La larga y oscura noche amaneció. Y donde el dolor se había hecho fuerte, algunos valientes como él impidieron que el miedo echase raíces. Y así, sobre el viejo polvo de una mesa liberada, el pueblo escribió aquello de “ni un voto en balde, Catalino para Alcalde”.

¿Qué puede pasar por la cabeza y por el cuerpo de una persona que luchó por mejorar las condiciones de vida de sus vecinos, que se jugó su bienestar sin ninguna necesidad personal, que cargó con los fardos de un estigma familiar, que fue encarcelado y privado del bien más preciado como es la libertad, que sufrió penas, palizas y humillaciones… y años más tarde, sin estar en sus planes, el pueblo por el que se entregó, agradecido, cargado de emociones, le devuelve el fruto de sus semillas y lo convierte en su referencia, en su ejemplo, en su confianza, en su alcalde?

Sebastián, con treinta y nueve años, recogió las riendas de un pueblo acomplejado, lleno de carencias y obstáculos por superar, tomando decisiones municipales a golpe de amenazas del Código Penal. Se entregó en cuerpo y alma, con un sentimiento extremo ante todas las preocupaciones sociales, hasta que, pasados varios años y prestadas todas sus fuerzas, las llamas de la política lo empiezan a quemar. Y de pronto otra vez el destino, celoso y expectante, que siempre se lleva su parte y no se retira hasta obtener lo que le corresponde.

La enfermedad, sigilosa, llama a su puerta, y sin dudarlo, Sebastián sale a recibirla cargado de valentía y sensibilidad, invitándola a escuchar junto a él interminables cintas de partituras de Beethoven, Stravinski o Bach, entre libros manoseados de Carlos Marx, último regazo de su alma rebelde y afectiva, ya cansada y fatigada de tanta entrega por un mundo, una sociedad, un pueblo más culto que hiciera infranqueable el muro de su propia libertad.

Y así, de pronto, Sebastián se nos fue. Acabó como nació. Acabó como vivió. Acabó comunista, con una edad decisiva en la que el peso de la memoria matiza ya la conciencia del tiempo y de la historia. Acabó sus días, todavía joven, dejando la dura herencia de la orfandad a sus hijos, a Antonia, su compañera callada y fiel, y a un pueblo que no tuvo tiempo de devolverle todo lo que recibió de él. Sebastián se nos fue joven, excesivamente joven, cuando se encontraba en ese punto de adelantada madurez e inflexión de la vida en que no pudo demorar más la necesidad de encararse consigo mismo, despejar dudas, deseos y contradicciones para situarse en su propia geografía y su propio atlas vital.

Cuarenta años después de aquel estallido de emoción democrática y de aquel ejemplo de agradecimiento ciudadano, es digno de reconocer que Sebastián Catalino, el primer alcalde elegido por la soberanía popular desde la dictadura franquista, nos ha dejado sembrados muchos árboles cuyas sombras, hoy, todos y todas podemos disfrutar. Sebastián miró de frente a su destino y murió dejándonos su referencia, sus marcas en el camino, sus discursos entre el ruido, el atrevimiento del joven luchador por la libertad, el junco que tan pronto quebró el impetuoso viento de la enfermedad, la huella de unos pasos que, por mucho que llueva, nunca se pierden de vista, las enseñanzas sencillas y las asignaturas pendientes de alguien que vivió y murió comunista.