Te acompaño veinticuatro horas de cada veinticuatro de mis días. Pero tú no lo sabes. Cada instante te beso y rozo con mis manos la arrugada piel de tu hermosa cara. Pero tú, quizás, ni lo notes, ni te percates. Cada mañana me empeño para que quieras ser nuevamente mi amiga, aquella que me daba tan buenos consejos. Aunque ya ni siquiera recuerdas cuando dejaste de serlo. Desde hace algunos inviernos soy yo el que cada noche de Reyes te regalo juegos, caramelos, abrazos y besos. Aquellos que tú nos ofrecías y que valían todo el dinero.

Ahora ya no te importa que reponga con bonitas flores de tu cuidado corral el jarrón de tu mesita de noche. Pero yo necesito oler ese aroma para que, al menos por unos instantes, me transporte. Con esmero peino tus blancos cabellos para que te sientas hermosa. Y tú, hermosa siempre, no presumes de nada. Hoy, sentados frente a la ventana, dejaste volar tu mirada por ese inmenso campo verde de tu infancia, salpicado de chozas y rayado por sinuosos caminos, por subidas y bajadas. Hoy has querido dejar volar esa mente traicionera que ha decidido volverte la espalda…

“¿A dónde irán los pájaros cuando se mueren?”, me has dicho. Y después, sin una lógica trabada, me cuentas dónde naciste. Yo te escucho como si no supiera nada. Y, en un “tic tac” de reloj, vuelves a explicarme dónde naciste. Y yo te sonrío como si me hiciera gracia. Y de nuevo me cuentas otra vez dónde naciste… y… ¡Ay, madre de mis entrañas! la pena va calando mi alma. Abandonas la estancia y huyes por el trocito de cielo que contiene tu ventana. Ves pasar gorriones en bandadas, alguna cigüeña buscando refugio y palomas que parecen disecadas… y tus ojos se iluminan con un destello de nostalgia.

-¿A dónde irán los pájaros cuando se mueren? –Vuelves a preguntar, sin perder de vista el vuelo de las aves en su inmensa elegancia. El viejo reloj de la casa llena nuestro espacio de mutismos y calmas, y en un instante la curiosidad me remueve y me lleva a devolverte la pregunta profunda que en el aire dejabas:

-Es verdad… ¿a dónde irán los pájaros cuando mueren?

Y tú, despreocupada y sin dejar de mirar por unos cristales que poco a poco se empañan, respondes:

-¡Al suelo! Allí, a donde todos volvemos. ¿A dónde quieres que vayan?

Oscurece y las sombras del presente nos enfrían con sus tristes mantas.

Un minuto de silencio, mientras cierras los ojos, en la lenta cadencia del momento. Y de pronto me hablas como una niña asustada:
-¡Mamá, mamá, hoy no quiero ir a la escuela, me encuentro mala!
-¿Cómo dices… cariño mío? –como un alfiler se me clavan tus palabras.
-Que no quiero ir a la escuela, que estoy muy cansada, me respondes con la cara destemplada.
-Está bien, claro que no irás. Olvídate. Duerme un poco más y descansa.
-Pero quédate a mi lado, madre mía, aquí conmigo, que nadie me moleste. No te vayas. Acurrúcame en tu falda, -afligida, casi sin mirar me suplicabas.
-Aquí estoy. A tu lado. Tranquila, mi niña, descansa, descansa…

Y agarré sus manos frías sin poder contener las lágrimas.

Hacía mucho tiempo que la mente de mi madre andaba enmarañada, confundida, cayéndose a trozos como una puerta destartalada, pero al menos ahora, hoy, en este único instante, no tendría que ir a la escuela, y por eso dormiría feliz, tranquila y plácida.