“A los rebeldes contra una sociedad que hoy sigue necesitando rebeldía. A los hijos que vivimos mejor que nuestros padres y a los únicos padres que viviremos mejor que nuestros hijos. A los que fuimos una esperanza que hoy, a cabezazos y tropezones, transmitimos esperanzados.”
 
Toda generación tuvo su tiempo feliz. En el peor de los escenarios siempre había rincones donde esbozar una mueca de alegría. Los que nacimos al reclamo de la bonanza económica en los estertores del franquismo, también. Fuimos las criaturas concebidas durante el aturdimiento de nuestros padres bajo las promesas y los buenos augurios del baby-bom. Y aunque se expedía sin recetas, la ausencia de televisión, como un buen afrodisíaco, seguía haciendo de las suyas.
 
Crecimos, y hubo un tiempo en el que, a nuestros catorce o dieciséis años, creyéndonos tocados por el dedo de dios, no nos faltaba casi de nada. Todos los reclamos de la juventud encendían sus luces para alumbrarnos en nuestro despertar. Hasta abrasarnos unas veces y helarnos otras. Y así íbamos pegando tropezones del catarro a la fiebre y de la depresión al éxtasis.

La discoteca El Patio, la Silvia, el Catalino, la Fuente, los Paco´s (el Comelón), el Willi (reconvertido años más tarde en Café Dune), El Puerto (“Con Ocho Basta” para medir en un número y tres palabras sus anchuras), el Pub Fresa, el Mesón, el Iris, el Disco-bar y Sambimbo y sus “mamones”; los pasillos de albero entre persianas de flores en la alameda; nuestra lambretta o la derby, el seita o el R-4; los futbolines y las bolas de billar; el campo para los que no queríamos estudios y el estudio para los que no queríamos campo; los cuatro vellos del bigote despuntando entre espinillas y el descubrimiento de los placeres solitarios como la octava maravilla escondida en nuestro centinela inconsciente.
 
Hubo un tiempo, allá por la década de los 80, en el que verdaderamente nos creíamos que éramos los mejores. Y aunque en muchas ocasiones resulte estúpido pretender mirar el ayer con ojos del presente, nadie nos quitará la sensación (al menos la sensación) de que hubo instantes en aquel pasado que nos inyectaron directamente en vena la energía necesaria para creernos unos privilegiados.
 
Entonces, cuando fuimos los mejores, la vida, vacilante e imprecisa, giraba y giraba como los trompos de nuestra infancia, bailando en la olla rayada sobre la tierra de nuestra imaginación. Cuando fuimos los mejores, nuestra sangre corría desbocada por los cuerpos ardientes de una acomplejada generación. 
 
Cuando fuimos los mejores, con los bolsillos agujereados y vacíos, éramos ricos y poderosos porque sencillamente todo nos sobraba, y cuando en nuestras manos caía un puñado de duros nos parecía que medio mundo a nuestros pies se arrodillaba. Los billetes de cien pesetas se estiraban y estiraban entre engrasadas carteras de cuero, labradas por unas manos desoladas y seregrafiadas por nuestra sana ambición. Entrelazando jirones de cuero fabricábamos pulseras interminables, carteras, bolsos y máscaras al viento en aquel arranque de emprendimiento que José María Atienza ofreció a una juventud que nos creíamos insuperables.
 
Cuando fuimos los mejores, los bares del centro no se cerraban y en la discoteca, entre decibelios y luces que se encendían y se apagaban, las neuronas de los tímidos se transformaban y la monería de los feos se camuflaba tanto que ligaban. 
 
Cuando fuimos los mejores, la discoteca El Patio parecía el Olimpo de nuestra vibrante y descreída adolescencia. Un vergel donde de pronto el paraíso del pecado se nos desvelaba y, curiosos y acomplejados, los jóvenes probábamos el zumo prohibido de una prodigiosa manzana. Cuando fuimos los mejores y las niñas nos envolvían con sus miradas, nuestra piel se erizaba en la pista lenta cuando sonaba Triana.
 
Cuando fuimos los mejores, estábamos dispuestos a dejar de ser nosotros mismos, remozando nuestros peinados al estilo salmonete, imitando al cometa Halley y dejándonos al viento una irresistible colita de chulillo mozalbete. Cuando fuimos los mejores, estábamos dispuestos a convertirnos en hombres de provecho cambiando los pantalones de paracaídas por unos ajustados vaqueros lavados con piedra y los politos sin cuello por las camisas hawayanas. 
 
Cuando fuimos los mejores, las camareras sirviendo tras una barra nos parecían un puntazo como primicia y novedad, un anzuelo infalible para la sed insaciable de nuestras almas y la prueba innegable de que, bajo el brazo, traíamos la igualdad. Pero al final, desde una ebria glándula pineal, lo convertimos en la excusa perfecta para meter codo en la barra y para que casi todo, ciertamente, siguiera igual. 
 
Cuando fuimos los mejores, muchos amigos soñaban con ser héroes y en tétricas esquinas se enamoraban de falsas heroínas, con sus venas se degollaban y malvendían al diablo, cada día, un trozo de su cuerpo y de sus entrañas. Y mientras esto pasaba, nosotros, sin salir de la discoteca, nos convertíamos en traficantes de entradas y mercaderes de consumiciones y cubatas.
 
Cuando fuimos los mejores, a pesar de que el Muro cayera sobre nuestras espaldas, defendíamos con ardor las ideas de Fidel y de Che Guevara y lo mismo nos daba escuchar “Mujer cruel” de los Chichos que “Cómo pudiste hacerme esto a mí” de Alaska. ”El final de la cuenta atrás” de Europe nos espoleaba a la pista y “Still loving you” de Scorpion nos escoltaba camino del reservado como sonambulistas.
 
Cuando fuimos los mejores, una guitarra de Mark Knopfler nos desbocaba y, al poco, una samaritana de Perales nos derretía toda la arrogancia. Un redoble de batería de los Meloneros Band nos arrancaban y unas letrillas sarcásticas de la murga de los Cherokis nos llegaban a emocionar. A lo lejos, de nuevo, una sonrisa de ella nos resucitaba y un simple desplante nos mataba.
 
Cuando fuimos los mejores, sentimos en nuestras carnes el miedo de nuestros padres tras un chusquero golpe de estado que hizo que la libertad y la democracia se tambalearan. Años más tarde el bar Catalino se preparaba como cuartel general contra la OTAN, mientras Felipe González ya nos daba con sus mentiras en la boca.
 
Cuando fuimos los mejores, las copas surcaban de labios en labios y no pasaba nada. Cada noche, con frío o con heladas, los coches se prestaban y sus ventanas se empañaban mientras hacíamos natación sincronizada con ellas hasta la madrugada, y ningún amigo nos delataba.
 
Cuando fuimos los mejores, la alameda era un chozo imaginario del que cerrábamos puertas y ventanas. Y allí dentro unas manos temblorosas no sabían dónde hacer parada y unos cuerpos excitados se tensaban. Y de pronto las estrellas se apagaban, y los pantalones se desabrochaban, y las faldas se voleaban, y los labios se mojaban, y los muslos se ablandaban, y los pechos se erizaban.
 
Cuando fuimos los mejores, entre damas de noche y buganvillas, calladitos y en un silencio alargado y alargado, escuchábamos escondidos el roce de unos cuerpos que jadeaban, unas lenguas que exploraban, unos suspiros sin ritmo ni control hasta el arrebato y la explosión. “No te vayas aún, mi amor”. “Ni tú te separes todavía, corazón”. Todo eso sucedía sin darnos cuenta que en la alameda estábamos solos los dos.
 
Hubo una época en que, convencidos, creímos de verdad, ser los mejores… y cuando, con el paso del tiempo, dejamos de creerlo o de serlo, definitivamente también dejamos de ser nosotros.