Estoy seguro de que todos los que tenemos cierta edad oímos esta frase bastantes veces en nuestra infancia. Cuando hablan los mayores, los niños se callan. No nos dejaban meter cuchara en las conversaciones, aunque sí escuchar cuando consideraban que el tema no era inapropiado para nuestra edad. Sobre esto habría mucho que decir, pero su criterio, si no siempre acertado, al menos era bienintencionado. De todo aquello que oí, retuve algunas cosas que me llamaron la atención y que paso a contar a continuación.

EL TRATANTE DE GANADO

En aquellos tiempos, los que se dedicaban a ir por los pueblos comprando ganado acostumbraban a viajar muchas veces a pie, con la cartera bien llena de billetes pues solo había una manera de hacer las transacciones, en dinero contante y sonante. Nuestro hombre, al parecer entró al pueblo por la Cruz Juan Caro y, al llegar a la Puerta el Monte, ante la perspectiva de cerrar algún trato, se palpó la chaqueta en un movimiento instintivo  para asegurarse de que la cartera seguía en su sitio. El hombre se percató con estupor de que ya no estaba.

"Es imposible que me la hayan robado pues no me he visto con nadie. Solo puede ser que se me haya caído allí donde me he parado para aliviar el vientre", se dijo. Volvió sobre sus pasos a toda prisa, pero no encontró más que el despojo de su vientre dejado de forma premeditada. Ni rastro de la cartera. Cuando se disponía a volver para Fuentes vio a uno que se escabullía entre los olivos, pensó éste se la había encontrado y trataba de huir con el botín. Nadie más había por allí. Echó a correr tras él y no tardó en alcanzarlo. Como era más fuerte físicamente, lo agarró de la solapa y le espetó "¿dónde está la cartera?".

Como el otro negara haber visto ninguna cartera fue subiendo de tono las amenazas y al final le pasó el cinturón por el pescuezo con amenaza de ahogarlo. Viendo que si continuaba apretando lo ahogaría y que el otro seguía negando, pensó que el hombre decía la verdad y que tal vez la hubiese perdido en otro sitio. Lo soltó y lo dejó ir. El tratante siguió su camino y resolvió su situación vendiendo o empeñando alguna joya que siempre solía llevar encima en previsión de estos lances. Hechos posteriores confirmaron que el tratante no se había equivocado, pues pasado un tiempo que consideró prudencial, el individuo en cuestión empezó a comprar tierras y a mover dinero. Ante la extrañeza de algún vecino por esta repentina prosperidad dijo que había tenido una buena racha en el juego.

El RUBIO LA CASTAÑUELA

El Rubio la Castañuela durante un tiempo adquirió en mi imaginicacion infantil el rango de un personaje de leyenda. Se paseaba a caballo por los palmares y decían que tenía una retirada a lo Richard Widmark. Al parecer lo acusaron de un homicidio, injustamente según sostuvo mi padre siempre. A lo largo de varios años la policía vino a buscarlo varias veces y se lo llevaban a Sevilla y al cabo de un tiempo volvía por el pueblo. La gente hablaba. El Rubio cada vez que vuelve de Sevilla tiene más mala leche y algunos lo justificaban diciendo que en los periodos que pasaba en la cárcel le habían hecho toda clase de barbaridades para que confesara un crimen que él aseguraba no haber cometido.

Según decían, lo habían sometido a aquella tortura que durante cierto tiempo se creyó exclusiva de los chinos, clavarle estaquillas debajo de las uñas. Pero el Rubio aguantó con entereza y no soltó prenda. Al final, fuera porque encontraran al verdadero culpable o porque el caso había prescrito, lo dejaron en paz. Fuera como fuese, el Rubio se llevó el secreto a la tumba.

AHÍ ESTÁ EL LIO EN EL PEROL

Cuando en la resolución de un asunto se presentaba un obstáculo difícil de salvar, los mayores solían traer a colación la muletilla "ahí está el lío en el perol". Había en el pueblo un tal Bastianillo que vivía un poco como los conejos de la Suerte, de palmichas y de lo que conseguía arramblar, cosas de poco valor desde nuestro punto de vista actual, pero que entonces lo tenían, y mucho, como una gallina o unos huevos.

Un día, el destino le brindó una oportunidad excepcional para llenar la panza. Se acercó a la puerta de un chozo con intención de pedir algo gritando desde la puerta "¡Ave Maria Purísima!". Como nadie salió ni respondió a su saludo, Bastianillo entró adentro y no había dado más de tres pasos cuando vio que encima de la mesa reposaba un perol con un guiso de arroz con papas y bacalao acabado de apartar del fuego. La casera seguramente había salido para avisar al resto de la familia de que la comida ya estaba en la mesa. Bastianillo se dijo que las ocasiones las pintan calvas y, agarrando el perol por las asas, echó a correr con su presa hasta que se consideró en sitio seguro. Las asas quemaban como el demonio, pero más quema el hambre.

Sacó la cuchara que siempre llevaba encima y, resoplando más que la máquina del tren, comió el guiso en un decir Jesús. Después, se alejó lo más de pudo del lugar de los hechos y, al pasar por un trigal, revoleó el perol tirándolo lo más lejos posible. Buscó un pozo o algún arroyó donde calmar la sed, pero al no encontrarlos se echó a dormir bajo la primera sombra que encontró. Lo despertó la Guardia Civil y fue detenido y enjuiciado con una rapidez que resultaría humillante para la justicia de hoy.

Bastianillo reconoció los hechos que le imputaban ya que cada pocos minutos interrumpía la lectura del sumario para pedir "agua agua señor juez, que el guiso más salado que las arenques". Aquella sinceridad y que el acusado alegara que lo había hecho por hambre, el juez concedió que por el tema del guiso no podía imponerle ninguna condena. La parte demandante manifestó, a regañadientes, su conformidad con la sentencia pero, ya que recuperar el guiso no era posible, expresó su deseo de recuperar, al menos, el perol. Entonces el juez hizo la pregunta clave. Bastianillo "¿y el perol?", a lo que el interpelado respondió "señor juez, ahí está el lío en el perol". No tenía ni la más remota idea de dónde lo había tirado.

EL GATO DEL CARCELERO

De vez en cuando merendábamos rebanadas de pan frito mojadas en aquel vino negro dulzón que decían de Málaga y, mientras nos las comíamos, siempre había alguno que decía ·a ver si acabamos como el gato del carcelero". La cárcel de Fuentes estaba en el paseíto la Arena y de ella solo recuerdo la puerta ligeramente reforzada y una ventanilla enrejada. Del interior solo tuve un ligero atisbo una tarde de feria que encarcelaron a un tal Narciso, hijo de un sastre y aspirante a torero, porque se negó a matar alegando que en un forcejeo con la vaquilla se le había abierto la muñeca. Pasó el médico, certificó la lesión, le hizo un vendaje de circunstancias y aquella noche Narciso ya estaba bailando en la caseta. Para apretar bien a la pareja se ve que la muñeca no le molestaba en absoluto.

A la vaquilla creo que la remató Juanillo el Gato de un susto. También decían que de vez en cuando algún borracho dormía la mona en la cárcel y a la mañana siguiente lo soltaban. En resumen que el carcelero llevaba una vida de aburrimiento que trataba de hacer más llevadero con la compañía de un gato al que tenía mucho aprecio y con el que echaba buenos ratos de conversación y hasta compartía su comida. Un día que el carcelero estaba merendando rebanadas fritas bien empapadas en vino negro, el gato, como de costumbre, se metió entre sus piernas ronroneando y el buen carcelero, por cada bocado que daba él, le daba también al gato una sopita de aquel pan bien empapado en vino.

El gato se relamía los bigotes hasta que al cabo de tres o cuatro sopones empezó a hacer cosas extrañas que el carcelero no recordaba habérselas visto antes y eso que lo había criado desde chiquito. El minino se tiró panza arriba dando unos maullidos que ponían los pelos de punta. A ver si me lo han embrujao, pensó el hombre con gran preocupación. Al final, después de varios revolcones, el animal quedó estirado en el suelo, inmóvil como aquellos gatos momificados que de vez en cuando aparecen en las tumbas egipcias. El carcelero pensó que se había muerto, pero al acercársele vio que respiraba y decidió esperar el desenlace.

Al cabo de unas horas micifú despertó de la modorra y se fue directo al cacharrillo del agua. Es la cosa más extraña que he visto en mi vida, se decía el carcelero, pues de sobras conocía la proverbial aversión de los  gatos al agua. No se le ocurrió pensar que el animal llevaba un resacón que dejaba en pañales al de aquellos borrachos que de vez en cuando dormían la mona en el catre de la cárcel. Los gatos de Fuentes también dormían la mona en la cárcel.