Aquella tarde la abuela fue, inesperada y repentina, a la peluquería. Torpe, temblorosa, a duras penas y sin avisar a sus hijas. Decidió acudir ella sola a pintarse el pelo. Al rato volvió, hizo una parada en el quicio de la puerta, se notaba muy cansada, pero una vez dentro se hizo las uñas, se sacudió el vestido que estrenaba para la ocasión, y antes de tumbarse en su cama, buscó el desgastado delantal, el preferido, y lo dejó sobre el respaldar de su fiel butaca… Y se despidió, con una mirada por todos los rincones, de su vieja casa.

A la mañana siguiente se reencontró con el abuelo, en el aniversario de su fallecimiento, mientras dormía plácida.

¡Qué grande la abuela!

La puerta de su modesta casa encalada, ahora ya deslucida y desvencijada, era la frontera de la felicidad cada vez que se cruzaba. Y allí dentro nos olvidábamos de salir a la calle y a los ruedos, porque allí dentro disfrutábamos de un verdadero edén de caricias y juegos.

Unas buenas navidades eran aquellas en las que a la abuela le faltaban sillas... Ahora cuesta aceptar que aquellos reencuentros pudieran tener una última vez, que algún día todo pudiera estar cubierto de polvo y que se apagaran irreversibles aquellas risas.

Por eso uno de los momentos más tristes de nuestras vidas llega cuando se cierra para siempre la puerta de la casa de los abuelos, y cuando observamos indelebles cómo la pátina del tiempo va convirtiendo todo en recuerdos.

Recuerdo el día que descubrí a mi pobre abuela arrebujada en su toquilla oscura, con su desgastado pañuelo negro sobre la cabeza y secándose las lágrimas con su eterno delantal, intentando que nadie la viera lloriquear. Jamás se le cerraron las heridas de la guerra.

Cuando se percataba de nuestras tristes miradas mientras ella lloraba, simulaba atender a sus faenas moviendo el delantal como si no pasara nada. Nunca he conocido una prenda más leal que su delantal. El primer propósito del delantal de la abuela era proteger la ropa mustia que bajo él intentaba cubrir. En otras muchas ocasiones servía como guante para quitar la sartén del destartalado infernillo de gas, una cuadrícula blanca cruzada por nervios y huesos negros de hollín. El delantal era casi mágico para secar las lágrimas de los niños y, en ocasiones, para limpiar nuestras caras sucias con un poco de agua o milagrosa saliva.

Desde el gallinero, el delantal lo usaba para transportar los huevos y, a veces, los polluelos. Cuando llegaban visitantes de lejos, ajenos a los conocidos del pueblo, el delantal servía a la abuela para proteger a los tímidos nietos. Cuando hacía frío el viejo delantal era un fuelle agitado sobre un montón de leñas a las que intentaba prenderles fuego. Era la perfecta espuerta que llevaba las papas y la madera seca a la cocina. Un soplador infalible para hacer arder la copa de cisco que se resistía. En el huerto servía como una cesta para muchas verduras, los guisantes, las coles o los pimientos.

Cada año, cosecha a cosecha, cambiaban los frutos, pero el delantal permanecía constante e impertérrito. Y al final de la temporada, se usaba para recolectar manzanas caídas antes de que se convirtieran en descompuestos. Cuando alguna vecina entraba en casa inesperadamente, era sorprendente ver la rapidez y eficacia del viejo delantal para limpiar el polvo y las migajas que dormitaban sobre las mesas y el anafe. La abuela también lo usaba para sacar del horno casero la tarta de manzana que horneaba con tanto amor para colocarla justo en el alféizar de la ventana a esperar que se enfriara mientras desprendía un olor inolvidable. Pasarán muchos años, mucho habrá que especular antes de que algún invento o utensilio pueda reemplazar a este viejo delantal...

Aquel era un tiempo en que los viejos morían en sus camas y los niños nacíamos en nuestros pueblos, en nuestras casas, en unos “soberaos” colmados de granos y de solariegos objetos. Eran tiempos en los que muchos niños crecían sin abuelos y de abuelos que envejecían y agonizaban junto a sus nietos.

Cerrar la casa de los abuelos es decir adiós al tarareo de viejas cantinelas, leyendas, coplas o villancicos antiguos mientras se cocinaba el almuerzo. Es no volver a escuchar aquellas voces tan suaves con las que te daban buenos consejos. Cuando se cierra la casa de los abuelos algo en la conciencia nos da un portazo y empezamos a echar de menos la calidez de sus caricias y sus limpios besos. Ya ninguna mano palpitante te ofrecerá el dinero que te daban a escondidas de tus padres como si fuese de estraperlo. Cuando se cierra la casa de los abuelos traspasamos definitivamente la aduana del tiempo y navegamos más solos, surcando mares con rumbo a otros desconocidos puertos.

Cuando se cierra la casa de los abuelos, nuestro mundo infantil, tan escondido en nuestros adentros, se marcha con ellos como un vencido y quebradizo prisionero.

El manzano y los geranios sin aliento, el gato de triste aullido, las gallinas piando en el vacío, el fondo quieto del pozo de ladrillos, la cal adornando de jirones las paredes, el silencio de los pasillos…

Con los abuelos aprendimos que no toda distancia es ausencia, ni todo silencio es olvido. ¿Quién no guarda en un armario escondido un silencio acomodado al ritmo de los latidos de los sueños que descansan en algún rincón de aquel jardín infantil? Y sin embargo cuando todo calla es cuando todo más se escucha. ¡Cuántas veces es el silencio el que dice las palabras que no quieres oír!

Poco a poco se secaron las flores. Y nadie nos contó si, cada abril, el rosal siguió cuajándose de diminutas rosas amarillas ni hasta adonde llegaron a alcanzar las enredaderas, pues yo tardé, todavía tardo, en volver a pisar aquel corral de primavera.

Cuando se cierran las puertas de la casa de los abuelos, da igual los años que tengas, definitivamente muere también nuestra infancia y nuestra adolescencia.
Por eso en estos tiempos de soledades profundas, de campos espirituales yermos e impulsos insolidarios, sin consejos, sin abrazos, sin manos que nos guíen, con nuestros viejos y sus experiencias olvidados, mientras el móvil y las redes nos hacen tanto daño, recordar aquellos tiempos de contactos con los abuelos es un calmante, un impulso, una bocanada de aire necesario.

Así que si tienes la oportunidad de llamar a la puerta de esa casa y que alguien desde dentro te abra o sencillamente escuches al fondo una voz lánguida que te diga “pasa, niño, pasa”, no dudes ni un segundo en aprovecharla, porque entrar ahí y ver a tus abuelos sentados esperando para darte un beso en la frente que te insufle sosiego y calma, un abrazo de los que recomponen el alma, un “dame la mano, ya verás como no pasa nada”, es la sensación más maravillosa y reconfortante que a lo largo de tu vida muchas, muchas veces vas a echar en falta. Levanta la cabeza del móvil y mira sus caras. Deja un tiempo el brillo embaucador de las pantallas, háblales y deja que te cuenten sus batallas.

Han pasado un puñado de navidades y muchos inviernos, pero aún guardo en una maleta algunos sueños. No pesa demasiado. Es ligera. En ella llevo un vestido con olor a aquella primavera, un jersey desgastado por tiernos abrazos y un abrigo de dolorosas ausencias. Cargo, también, con una biblioteca grande de sencillas ideas, que se desperezan por la noche bajo la luz de cuatro desaparecidas estrellas.

Ya sin abuelos, aún me resisto a dejar de ser ese nieto que guarda un columpio junto a ese otro que siempre guardaban ellos para mí. Por si, abuelo, abuela, alguna mañana, alguna tarde, inesperados, repentinos, os diera por venir.