La tendencia natural de todo bienintencionado progenitor ante la pregunta planteada en el título de este artículo es responder un rotundo sí. La creatividad suele tener buena prensa. Aunque, en realidad, es una gran desconocida. Si supiéramos lo que ello va a suponer, quizás el signo de la respuesta cambiaría.

Dicen que la creatividad es la inteligencia divirtiéndose. Los niños y niñas creativos suelen ser alegres, pero también ruidosos, molestos, preguntones, a veces, hasta niveles desesperantes y, muy activos (a menudo, niños con altas capacidades son mal diagnosticados con el TDA-H o trastorno por déficit de atención con hiperactividad). La creatividad, hasta los seis o siete años aproximadamente, es una forma de estar y relacionarse con el mundo. ¡Hay tantas cosas nuevas que hay que entender y aprender y que los adultos damos por sentado! Los niños más pequeños, con la mentalidad de un científico y el entusiasmo propio de su edad, hacen mil y un experimentos: tocan, lanzan, muerden, destripan…

Esta necesidad de explorar y aprender no siempre casa bien con las prioridades y planes de los adultos. Así, no nos viene del todo bien cuando la niña juega a sumergir en agua la Tablet de su madre o a meter al gato dentro del jarrón chino del tío Paco. Aunque hayamos olvidado la mayor parte de esos recuerdos, nosotros también hicimos trastadas similares en nuestra infancia. Gracias a esos juegos con manos, pies, boca, pinceles, palabras… fuimos interiorizando el mundo en el que vivimos.

La infancia es un espacio de tiempo protegido, un laboratorio de pruebas para ensayar y aprender. Si ante cada pequeño o gran “desastre” reaccionamos con frases del tipo “eres un demonio” o “hazlo como yo te digo y punto”, quizás solucionemos un problema doméstico aquí y ahora, pero nuestros niños aprenderán que ensayar, probar y jugar son acciones indeseables. Cuando en realidad, son la base del aprendizaje. El juego de ficción es tan natural en la infancia como respirar o aprender a caminar. A través de esa ficción los niños “juegan” a ser superhéroes, doctoras o bailarines de Popping, a que el microondas puede ser una cueva repleta de tesoros, el cubo de la basura un aro de baloncesto y a que entre las sillas del comedor está a punto de estallar una batalla intergaláctica.

Los niños menores de siete años son creativos porque “no pueden no serlo”. Su creatividad es “efervescente”, connatural a su forma de ser y pensar. A través de estos juegos aprenden no sólo cómo son las cosas, sino cómo podrían ser. Esta es la ventaja evolutiva de los seres humanos frente a otras especies. La creatividad infantil es un paso necesario para llegar a la inteligencia adulta. Gracias a ello, la vida del ser humano hoy es muy diferente a la que tenían nuestros antepasados hace miles de años.

Como padres, podemos dar comienzo a un largo historial de desencuentros con nuestros hijos o apoyar y guiar su viaje de descubrimientos y aprendizaje. Hasta los seis años, mucho hay que esforzarse para inhibir su tendencia natural hacia la indagación creativa. No se desanimarán mucho si les decimos que los gatos no son verdes o que los ornitorrincos no vuelan. Ellos seguirán cómodos en sus mundos de ficción, pero nos perderemos el placer de que los compartan con nosotros.

Cuando ingresan en Educación Primaria resulta mucho más fácil minar su imaginación y su confianza. Su conocimiento del mundo está más asentado y organizado, pero también es más rígido, más convencional, menos personal. Es, en ese momento, cuando los niños solamente serán creativos si sus padres y profesores salen al rescate. Antes, lo que no sabían se lo inventaban creativamente. Ahora, que ya saben muchas cosas, necesitan que les animemos a volar con su imaginación. Si no lo hacemos, se convertirán en uno de tantos adultos cuyos momentos de mayor creatividad transcurrieron en sus primeros años de vida, cuando ni siquiera eran conscientes de ello.

Ser padres es tan complicado porque no hay soluciones que sirvan siempre. Educar para la creatividad no supone jugar a ser “el poli bueno” con los hijos, dejarles hacer siempre lo que quieran y no poner normas. Los límites son fundamentales, pues actúan como referencias y, sin ellas, están perdidos. Es imposible educar sin equivocarse. La cuestión es hacerlo lo menos posible. Y aprender de los errores, marcando límites útiles, que les sirvan de guía. Mejor si esos límites son coherentes con la edad y forma de ser de nuestro pequeño (si las expectativas son irreales, los límites no funcionan), mejor si los negociamos en la medida de lo posible y, mejor si los explicamos al nivel de su capacidad de comprensión (solo así se sienten partícipes del juego y los aceptarán, aunque sea a regañadientes).

Bravo por aquellos padres que quieren que sus hijos sean creativos. Y lo hacen siendo conscientes de lo que supone: los van a atiborrar a preguntas cuando estén cansados, les van a molestar a la hora de la siesta, se van a manchar la ropa con colores que aún no tienen nombre, romperán “sin querer” el rosario de la abuela…. Pero saben que no es nada personal. Que sus hijos les adoran. Que solo están cumpliendo con las tareas vitales de su edad. Saben que eso de ser padres requiere paciencia “hasta el infinito y más allá”. Y que, de vez en cuando, tendrán que esforzarse por recordar las razones por las que decidieron emprender esa aventura de sacrificio personal y obra social llamada maternidad/paternidad.

* Vicente Alfonso Benlliure es profesor del departamento de Psicología Evolutiva y de la Educación de la Universidad de Valencia