“Dicen que ya no hablan las plantas”, aquellas que orgullosas te cortejaban como estrellas caídas del cielo, ni se escucha el tintineo del agua bajando por tus angostos arroyuelos. Dicen que ya no aletean los gorriones por aquel paraíso boscoso en que habíamos convertido el ruedo. Dicen que enmudecieron las eternas piedras que en nuestros desvaríos nos marcaban el sendero; ni la luna brilla como antes ni su luz ensancha el camino entre los hermosos mares de inquietas espigas en su balanceo.

Dicen que no hablan los granos en las eras, tras la trilla, tras la siega, ni murmuran las viejas palmas de las veredas. Dicen que ya no se respira el aire polvoriento que nos perseguía como enjambres de abejas, que desapareció cuando quedó sepultado el empedrado de la carretera. Dicen que tus huesos, poco a poco, se deshilacharon como carcomidas redes, y ya no resplandece la esbeltez de tu figura ni el blanco de tus paredes. Dicen que una tenue capa de silencio, una neblina sordomuda y silente, ahora, todo lo envuelve.

Es lo dicen, pero yo no los creo… porque siempre que paso cercano a todos ellos, las yerbas, el agua, las eras, los gorriones, las piedras, la luna, el trigo y la carretera… de mí murmuran, los escucho, casi a escondidas, con disimulo y exclaman: “ahí va el niño callado y harapiento, aquel loco, ya adulto y olvidadizo, soberbio, todavía soñando quimeras y creyendo vivir en ejidos y huertos de perennes primaveras”. Y yo los escucho, y callo como si nada me dijeran, y vuelvo a aquellos entonces, como única forma de recuperar sensaciones viejas para construirme un alma nueva.

Porque entonces, en las largas tardes de verano que se estiraban como trenzas jugueteando entre pacientes manos, una tardía brisa nos ceñía con un inestable olor a estiércol proveniente de la vieja vaqueriza. Porque es casi imposible olvidar aquel aroma a yerba recién cortada de los campos, que nos envolvía susurrante como nos embelesaban los jilgueros, las alondras, las perdices con su canto. Porque es imposible olvidar aquel olor a tierra sedimentada en los cabellos sucios de unos niños felices y malvestidos, con las esperanzas vírgenes y sin embargo tan maltrechas.

Aquella increíble normalidad manchándonos con las gotas de sangre de la última pedrada en la cabeza. Porque entonces, con espadas de cañas fabricadas con los interminables restos de girasoles recién segados, guerreábamos frente a tus blancas murallas, en un campo infinito donde nadie ganaba ni perdía batallas. Porque es imposible olvidar, dulcemente desde la distancia, las chozas sobre el barro, cubiertas con cartones de ilusiones a la orilla de aquel riachuelo grande que te circundaba.

Trozos de la infancia, jirones en las rodillas repletas de postillas de tantas caídas… Quijotes tiernos creados con los restos de imaginación que a todos nos sobraba. Sones remotos desprendidos de un rumor de rio que lleva lo soñado aguas abajo, hacia la gélida orilla del olvido. Hoy, ya con nieve en la cima de la montaña, paso por su vera, malvas, agua, eras, gorriones, girasoles, chozas, piedras, empinadas laderas… los observo a todos con su nueva frescura, con los brotes de yerbabuena en todas sus riberas, con sus aromas salvajes que envuelven y embelesan, primavera que se renueva, se renueva, se renueva.

“Ahí vuelve el niño triste, herido y terco, ahora con escarcha en sus efímeros prados, que se creía sempiterno e invulnerable al desaliento como un reloj desafiando al tiempo”. Y yo los escucho y cierro los ojos y le pido un favor a los cuatro vientos: llevaros todo lo que no sea necesario, mis miedos y complejos, y dejadme solo con mis sueños. Aire, piedras, agua, luna y yerbas del ruedo, no murmuréis mi desconsuelo, no critiquéis mis pisadas por este edén perdido de mis languidecidos pensamientos.

Túnel de los secretos, pasarela de amistad eterna entre niños harapientos, en un extremo la risa y en el otro el llanto… puente viejo y desdentado, puente nuestro, puente blanco, puente blanco. Eras y flores y polvo y arroyuelos del ruedo, no critiquéis el color de mis cabellos, ni murmuréis de mis viejos sueños. “Sin ellos, ¿cómo admiraros, ni cómo vivir sin ellos?”.