Habían pasado veinte años desde mi última visita y aquella mañana de agosto, mientras me dirigía a la oficina del INEM cargado de papeles, preocupaciones, presunciones, premoniciones, presagios y un montón de cosas más que empiezan por p, iba pensando que nada más traspasar la puerta, a modo de saludo, le diría algo fuerte, como por ejemplo, hola mala puta, ya volvemos a vernos. Pero, lo que son las cosas, la encontré tan desmejorada que pensé que no duraría mucho. Esto me produjo una angustia indescriptible, tanto que me supo mal no haberla visitado más a menudo en estos veinte años. Y es que soy un sentimental incorregible.

Cogí número y busqué donde sentarme hasta que llegara mi turno. Me costó lo mío, pero al fin conseguí encajarme en una butaca sin respaldo, hasta la cual conseguí llegar pisando heroicamente callos y juanetes de cristianos y sarracenos a partes iguales y escuchando un rosario de reniegos y maldiciones en todos los idiomas habidos y por haber. Cosas de la “multiculturalidad”, me dije, sin darle más importancia al tema.

Después de revolverme durante unos segundos en el incómodo asiento, cuando por fin encontré la postura, miré de reojo a mi vecino de la derecha. A pesar de que al ir a ocupar mi posición tropecé con sus rodillas y lo pisé más de tres veces, él parecía no enterarse de mi presencia. Eso sí, a mis disculpas respondía con una especie de letanía que una vez me hube sentado continuó recitando. Viendo que me ignoraba olímpicamente y que no tenía ninguna disposición, ni seguramente necesidad de hablar con su vecino más próximo -que era yo- y esto me sublevaba, decidí pasar a la acción y le dije, sin acritud ni sarcasmo, "si eres musulmán y estas rezando las oraciones de la mañana te informo de que la Meca está justo en dirección opuesta a la que miras". Su respuesta, impregnada del deje de resignación propio del que se enfrenta a lo inevitable, fue "soy hindú y estoy recitando el mantra”.

Me dejó sin argumentos, pero para buscar rasca no se necesitan argumentos, basta con tener ganas,  pensé que si había conseguido arrancarlo del “mantra” ese a fuerza de pisotones, era casi seguro que conseguiría engrescarlo en una conversación de esas que aquí llamamos sin ton ni son, ya se sabe, el tiempo, el fútbol, los toros, el gobierno, etc. qué nos entretuviese en el “mientras” nos llegaba el turno. Le hice notar que su rostro no parecía atormentado por la angustia angustiosa que a los demás nos consumía dadas las circunstancias, a saber, desempleo indefinido con una prestación más o menos precaria y caída libre una vez agotada la susodicha.

Me contestó que, entre otros efectos beneficiosos para el espíritu, la recitación del mantra era un poderoso inhibidor de la angustia vital, fuese cual fuese la causa. Considerando que la forzada relación había llegado al punto de la primera confianza, le dije

-¿Oye, no te sobrará uno para mí?
-¿Un qué? preguntó, perdiendo algo de su beatífica actitud.
-Hombre, pues un mantra de esos.
-Pero cómo se te ocurre, occidental tenías que ser para pedir un mantra como el que pide un pito.
-Vaya, hombre, ya salieron los prejuicios.

La conversación terminó aquí, pero a mí aquello del “mantra” me dejó profundamente intrigado, así que, en cuanto me declararon “parado de solemnidad”, decidí hacer mis averiguaciones sobre el tema. Según las altísimas filosofías orientales, vedas, contravedas, requetevedas, etc., el mantra es una fórmula hablada, sagrada, secretísima, personal e intransferible que un gurú (maestro o director espiritual) sapientísimo le comunica un día a su discípulo predilecto, si lo considera digno, después de que éste durante un montón de años le lave los pies, le barra la cueva, le planche la túnica, tanto si es azafrán como si es canela, se deje morder por los perros de los caminos y recoja la palangana después de las sesiones de  kama-sutra que el maestro se pega con la “sakti” de turno.

Si el gurú tiene el suficiente categoría, la palangana no es necesaria, de aquí que los discípulos se disputen encarnizadamente el favor de aquellos dirigentes espirituales que ostentan los signos exteriores de haber conseguido el control de flujos y secreciones. O sea, que llevan colgada del cuello, a modo de San Bernardo, una bolsita con un kit compuesto de un desodorante en spray, un paquete de toallitas perfumadas y una caja de preservativos, a poder ser, todo de marcas reconocidas. Punto obligado que ha de cumplir el famoso mantra es el de tener repercusiones cósmicas, que rozan el absoluto en el Ying y el Yang (resolución a la unidad de los dos principios complementarios que rigen el mundo, economy & economy) del discípulo y que, después de repetirlo un mínimo de ocho horas al día durante un mínimo, también, de treinta y ocho años, puede llevarle al nirvana. Para los occidentales, jubilación con posibilidades de hacer viajes del Imserso.

Uno de los ejemplos más ilustrativos de mantra con resonancias cósmicas es aquello tan famoso de “a quién dios se la dé, San Pedro se la bendiga”. Pero no crean, hay otros muchos. Yo mismo tuve una experiencia trascendental al respecto. Un día fui a comprarle un saco de patatas al tendero de mi barrio, los tenía de dos precios, a tres y a seis euros. Mientras repasaba mentalmente los últimos movimientos de bolsa para ajustar la cuantía de la inversión patatera, observé un hecho curioso que no dejó de llamar mi atención. A los que compraban el saco de seis euros el tendero les cobraba sin decir palabra y se marchaban tan contentos, pero a todos los que compraban el de tres, después de cobrarles, el tendero se les acercaba, los cogía amigablemente por el brazo y le susurraba a la oreja algo que hacía que se marcharan con una expresión de perplejidad en el rostro que, la verdad, no presagiaba nada bueno.

Yo no estaba dispuesto a perdérmelo por nada del mundo y, como la bolsa andaba por debajo de los once mil puntos, estaba claro que compré el barato, como el anti-cal que revienta las lavadoras. A tomar por …, me dije, yo compro lo que me da la gana. Siempre dentro de un orden, se entiende. Con la emoción al borde del desborde, me acerqué a caja, pagué y el tendero, siguiendo el ritual que ya tenia establecido, me cogió por el brazo y con voz queda me susurró al oído “lo barato sale caro”. Por más vueltas que daba no conseguía captar la esencia del mensaje y percibir las repercusiones cósmicas que éste tenía en mi Ying-Yang hasta que llegué a casa, abrí el saco y descubrí que la mitad de las patatas estaban podridas. El único nirvana al que pude acceder fue el de comerme fritas y con ketchup las que habían quedados sanas. Que no es poco, tal como están los tiempos. Ah, se me olvidaba, el tendero, un chorizo de cuidado.