Cuando era chico, en los lejanos años setenta, triunfaban en la tele los hermanos Aragón. Gabi, Fofó y Miliki cantaban canciones que todos recordamos. Una de ellas, “No hay nada como la familia unida”, hacía que me sintiese feliz de pertenecer a una familia. La mía era más o menos como todas. En aquellos años sólo había un modelo de familia y estaba formada por padre, madre y hermanos. El régimen se encargó de que no hubiese otro modelo. La familia era pues la célula de control social más pequeña del conglomerado cuartelero en el que se había convertido el país.

Este modo de organización social ha existido desde tiempo irrecordable. En los tiempos “atapuercos” la familia era la tribu, tuviesen los mismos genes o no, y en ella todo se compartía. Juntos hacían frente a las durísimas condiciones de vida, apoyándose los unos a los otros por pura supervivencia. Existían el hambre, el fuego y el clan. Con el tiempo, la cultura judeo-cristiana instituyó la familia. La familia, un grupo excluyente que se arrogaba el poder de juzgar, sentenciar y aplicar tasas morales de obligado cumplimiento. Era la célula más pequeña de una organización humana jerarquizada, el pilar central de la sociedad.

Hay familias de todo tipo, unidas, desunidas y de medio pelo. Las hay estupendas, generosas y solidarias, que son un apoyo emocional para sus miembros. También las hay excluyentes y endogámicas, que disfrutan con la desgracia de los miembros díscolos. Están compuestas por sumos sacerdotes y traficantes de sentimientos, siempre dispuestos a acabar con los sueños que ellos no tienen.

Las hay poderosas gracias al dinero adquirido y poderosas gracias al dinero heredado generación tras generación, esas son las “buenas familias”. Ni siquiera tienen la sangre del mismo color, exhiben blasones heráldicos y rancios abolengos como si fuesen fruto de su trabajo, son exitosas sin haber hecho nada. Se casan y se descasan, realizan fusiones amistosas y opas hostiles. Así, empresa y familia se convierten en la misma cosa, en un pequeño, a veces un gran reino que necesita un trono, pero sobre todo un heredero. La historia está llena de ”caínes y abeles” dispuestos a zanjar la disputa con un navajazo, preferiblemente por la espalda.

Hay familias a las que es difícil sobrevivir. Los díscolos, los que no comulgan con su credo, han de someterse y dar explicaciones ante cualquier situación. Una actitud desafiante será castigada. El éxito y el fracaso, a sus ojos, dependerá de su espacio mental, a menudo diminuto ¿Cómo va a entender una culebra, incapaz de mirar al cielo, a una golondrina? Si el pájaro cae, el reptil se alegrará por pura envidia. Si no puedo yo, no puede mi hermano.

La palabra familia va asociada a lo bueno, al cariño entrañable. Quizá por eso le gusta tanto a los que les gusta conservarlo todo, especialmente lo que les beneficia, y se arrogan su defensa. Se sienten cómodos en un ambiente ñoño, como el de la familia Trap (la de sonrisas y lágrimas) Yo prefiero a la familia Monster o a la Corleone antes que a la familia Pujol o Ruiz Mateos. Ellos no son hipócritas. Prefiero a la familia Trapisonda a la familia Manson.

Parientes carnales o políticos, de esos que no se meten en nada, de los que se meten en todo, los que saben de todo, los que no saben de nada, los que quieren a Andrés por el interés y también por el capital; derrochan consejos no solicitados apostillando siempre: “tú lo que tienes que hacer es…” Son gatos de escayola siempre sonrientes como el de Chesivil, pero afilan los cuchillos bajo la mesa de camilla.

Las máscaras caen finalmente si brilla un duro. Entonces se lanzan como lobos esteparios, dispuestos a morder la yugular de quien tanto decían querer. Soberbios y avariciosos, iracundos y envidiosos, quizá por eso la Iglesia apoya a la familia “tradicional”. ¡Qué inmenso rebaño de pecadores capitales! Hay que defender a la institución familiar conservadora y reaccionaria y a la vez atacar otras formas de vida, otras maneras de vivir. El clero y el dinero siempre unidos en pos de “la moral”, la suya.

Señoras y señores, cuídense de las inclemencias de la vida, del colesterol, de la celulitis y la tripa cervecera, pero sobre todo, protéjanse de sus familiares. Todo lo que hoy es fraternal, amable y cariñoso, puede cambiar si cambian las condiciones, el entorno. Entonces las sonrisas se congelarán en los álbumes de fotos, deteniendo el tiempo cuando la mala leche no había anidado aún en el alma de las personas que ya eran miserables, pero no lo sabían.

Siéntanse afortunados si quieren y son queridos por sus familiares porque eso no le pasa a todo el mundo. Si no es así, no permitan el control social ejercido por los que no quieren volar, vivan como quieran. No es obligatorio pertenecer a ninguna familia.