Oír y callar pudo haber sido el lema de las chicas del cable de Fuentes. La discreción por bandera. Ellas lo oían todo, claro está, pero tenían por norma no hablar del trabajo ni con su sombra. Eran Consuelo García, la jefa; Pilar Narváez, Blanca Rigalt, María Dolores Muñoz, Teresa García, Aurora Bejarano... y siguen sin soltar prenda de lo que escuchaban a través del cable que unía a Fuentes con el resto de la humanidad. Lo unía por entonces de forma muy precaria, con ruidos que parecían salidos de ultratumba, con cortes continuos y con retrasos desesperantes. Lo importante era que Fuentes estaba comunicada por teléfono mediante el locutorio situado en la Carrera, puerta con puerta con la confitería que primero fue conocida como "francesa" -la fundó el bisabuelo francés del confitero Rafael- y después simplemente como la confitería de la Carrera.

"Niña, ponme con mi casa". La niña podía ser Consuelo y la casa podía ser la de Candileta, que tenía el número 4 de abonado. Consuelo sacaba entonces la clavija con el cable que tenía la luz encendida y lo conectaba con la clavija señalada con el número 4. Era ocioso que Candileta dijera que era Candileta porque Consuelo, como las otras chicas del cable, no sólo sabía de memoria los números de todos los abonados de Fuentes, sino también la voz de quienes llamaban. "Mi casa" podía ser la del abonado número 5, que eran los Pérez Ábalos. La del abonado 7 era Ángel Gómez. La 14 era Novales. Veinticinco años más tarde, las chicas del cable todavía recitan de memoria los números de abonados de todo Fuentes. "Niña, ponme con Paquito Barcia".

Por jerarquía, el número 1 era del ayuntamiento, aunque nadie pedía por su casa cuando demandaba hablar con el edificio municipal del paseíto la Arena. Mucho menos cuando alguien pedía hablar con la Guardia Civil, que tenía el número 13. No por casualidad le habían asignado el 13 al cuartel de la Guardia Civil de la calle San Sebastián. Si tenía que traerle mala suerte, que se la trajera a los civiles, debió de pensar el encargado de asignar los números. El número 2 lo tenían las hermanitas de la Cruz. Mandaban casi tanto como el alcalde.

Pepita García Rigal, madre del pastelero Rafael Fernández

Si las chicas del cable hubiesen hablado de lo que oían a través del auricular muchos pilares se habrían tambaleado en la sociedad fontaniega de la época. Como cuando Laurentino Carrascosa compró el cortijo del Donadío y Francisquito tenía que llamar al señorito todas las mañanas del año, hiciera sol o lloviera a cántaros, a darle cuentas de lo ocurrido. Pero de eso ni hablar. Lo más que dicen es que Bobi Catalino contestaba las llamadas del teléfono con un estruendoso "¡ataca, ataca!". El Catalino tenía el número 24 y era uno de los más demandados por tratantes y vendedores. Señorita, póngame con Antonio Catalina y allí encontraban a todo el mundo, especialmente el mundo de los negocios. Por el alud de llamadas que recibía, el Catalino vendría a ser como la Bolsa, donde cotizaban los valores al alza o a la baja del comercio fontaniego. ¡Compra!, ¡vende! se oía desde el Catalino. Las chicas del cable sabían lo que se vendía y lo que se compraba mejor que nadie. Especialmente ganado y grano, aunque también tierras y alimentos, pero callaban como tumbas.

Otra habitual clienta en el auricular del locutorio era doña Mercedes, la del cine de la calle Mayor, que pedía a voz en grito que le pusieran de inmediato con la central eléctrica de Écija porque le habían cortado la luz en lo mejor de la película "Lo que el viento se llevó". Sin necesidad de utilizar la telefonía, los gritos de doña Mercedes se oían con claridad en la Puerta del Monte y, si el viento soplaba en dirección norte, casi podrían haberlos oído en las oficinas de Díaz Gálvez de Écija. La tecnología telefónica ha avanzado una barbaridad desde entonces, pero en lo que se refiere a los cortes de luz, por Fuentes no parece haber pasado el tiempo.

Sólo los ricos tenían teléfono en casa. Los pobres recibían avisos de conferencia de la mano María Dolores Muñoz. Doña Engracia, tiene usted que venir a las cinco al locutorio porque a esa hora le va a llamar su hijo que hace la mili en Melilla. Allá que iba emocionada doña Engracia a luchar contra los enigmas de la telefonía, cuyos sonidos se le hacían incomprensibles la mayor parte del tiempo. Por cómo llegaba a sus oídos la voz de su Antonio, Melilla debía de estar en el extremo opuesto del planeta. No había manera de que madre e hijo dijeran otra cosa que ¡mamá! ¡hijo!, ¡mamá!, ¡hijo!

El cobro se hacía por bloques de tres minutos y no era extraño que pasaran los tres minutos sin que se hubieran dicho otra cosa. Entonces, doña Engracia le pedía a Tere, a Blanca o a Consuelo que le hiciera de intérprete. Niña, háblale tú que yo no me entero de na, pregúntale si en el cuartel le dan bien de comer. Dile que estamos deseando que se licencie y vuelva a Fuentes. Sin haber podido saber gran cosa de su Antonio, doña salía del locutorio loca de contenta porque había oído su voz. Cuando el soldado por fin volvía a Fuentes el gorro andaba solo.

Blanca Rigalt, Pilar Narváez y Teresas García

Eran tiempos en los que Benidorm y Palma de Mallorca arrasaban. Medio Fuentes emigró a esas ciudades y la única forma de dar señales de vida era llamar por teléfono a la Carrera y pedir que avisaran a sus familiares de que acudieran al locutorio a una hora determinada en la que volverían a llamar para hablar con ellos. También era posible escribir una carta, pero eso exigía alguna destreza en el manejo del papel y el bolígrafo, algo poco común entre la mayoría. En agosto, los "catalanes" provocaban una larga cola ante el locutorio, a la poca sombra que daban las casas, aguardando que quedara una línea libre para llamar o que entrara la llamada anunciada.

Visto desde la inmediatez de la actual telefonía móvil, aquello se antoja desesperante, pero entonces era la "modernidad más moderna". Cinco líneas conectaban a Fuentes con el exterior, cinco líneas para 350 abonados y siete mil habitantes, cinco líneas casi siempre ocupadas. Cinco líneas eran el reflejo más patente del subdesarrollo, del estrangulamiento que sufría Fuentes. "Niña, cuándo me vas a dar la conferencia con Galaroza". Era misión imposible hablar con Galazora, donde hubo un tiempo en el que los comercios de Fuentes compraban allí castañas y nueces, que se pedían por cientos. Había que llamar a Carmona, esperar que Carmona tuviera línea para hablar con Sevilla, después Sevilla tenía que hablar con Huelva y que Huelva dispusiera de línea con Galaroza. Horas y hasta días enteros esperando una llamada de teléfono. Por eso era temible oír al otro lado del hilo "dame el 42 de Galaroza".

María Dolores Muñoz, Aurora Bejarano, Blanca Rigalt, Pilar Narváez, Consuelo García, Juan Lora, Hijo de Blanca, y Teresa García

María Dolores se encargaba de repartir, puerta a puerta, los avisos de conferencia y los telegramas. Hija de albañil, en tercero se quedó sin beca para seguir estudiando y con 14 años tuvo que hacer lo que le salió al paso, repartir avisos de conferencia. Los avisos de conferencia con los emigrantes en Barcelona, Palma de Mallorca o Benidorm eran lo habitual, pero no lo único. Hubo un tiempo en el que aparecía por allí un forastero pidiendo una conferencia con un lugar sin ubicación posible llamado Benamahoma. ¿En qué lugar del mapa estaría Benamahoma? Aquel forastero se llamaba Domingo Chacón y siempre pedía que le pusieran con el número 50 de Grazalema, aunque acababa hablando con Benamahoma, una pedanía.

Aquel misterio fue el principio de un gran amor. Domingo Chacón debe de ser uno de los pocos emigrantes que en aquellos años tomó un rumbo diferente y, en vez de irse como todo el mundo a trabajar a Palma o Santa Coloma de Gramenet, acabó en la fábrica de Lamela de Fuentes. Aunque la cosa fue más compleja, en pocas palabras podría decirse que Domingo quedó prendado de los ojos claros y de la sonrisa dulce de aquella niña llamada María Dolores que pasaba el día repartiendo alegría puerta por puerta en forma de avisos de conferencia. De pronto, un buen día, Domingo descubrió que lo llevaban a la Carrera las ganas de ver a María Dolores más que la necesidad de darle a los tíos que quedaron en El Bosque noticia de sus progresos laborales. Él se quedó para siempre en Fuentes, se casó con María Dolores, fueron (y son) felices, tuvieron una hija y dos hijos y Domingo lleva media vida presidiendo la Cruz Roja de Fuentes.

Teresa Fernández (de novia) y Pilar Narváez

En aquel mundo de los primeros años de la comunicación por hilo, el contenido de los telegramas era el mayor misterio y su escritura, un ejercicio imposible de síntesis del lenguaje. Si para hablar por teléfono había que tener cierto adiestramiento que ayudara a sortear las interferencias, los ruidos y los cortes, para poner un telegrama había que mostrar una habilidad especial en el manejo del lenguaje. Las empleadas de la centralita tenían prohibido escribir los telegramas del usuario, pero el usuario era incapaz de enfrentarse al papel en blanco. ¿Qué hacer? Echarle una mano al usuario, aun a riesgo de que entre el público hubiese un inspector de la Telefónica que sancionara a la empleada.

En aquella España pobre en dinero, pero rica en expresividad, pagar por cada palabra transmitida era someter a tortura al más pintado. Por eso, el telegrama era casi sinónimo de noticia luctuosa. Así como un aviso de conferencia era bienvenido, la llegada de un telegrama auguraba una desgracia. Aún recuerdan algunas la cantidad de telegramas que recibió Hermógenes cuando el fallecimiento de su esposa. Mi más sentido pésame, era el mensaje más común en esas ocasiones. Cuatro palabras, economía de lenguaje y de la otra.

En Fuentes era la Guardia Civil la institución que más telegramas recibía. "Perdida una mula torda con mancha blanda en la frente y de 90 centímetros de alzada a la cruz". "En busca y captura delincuente fugado del juzgado de Alcaudete que responde al nombre de..." Por supuesto, en febrero de todos los años llegaba el inefable telegrama del gobierno civil de Sevilla comunicando la prohibición de las fiestas de carnaval. El cuartel de la calle San Sebastián tenía teléfono, pero la mayor parte de las comunicaciones las recibían por telegrama, posiblemente por la inercia de cuando la telefonía no llegaba a todas partes.

Teresa García, Blanca Rigalt, Consuelo García Rigalt, María Dolores Muñoz, Pilar Narváez y Juan Lora, hijo de Blanca

El locutorio de la Carrera fue, mucho más que un locutorio, un lugar al que acudían muchas vecinas a pegar la hebra. Menos el médico, casi todas a charlar un rato. Algunas iban a que alguien le escribiera una carta al marido emigrado o al hijo soldado. En el locutorio estaban seguras de hallar siempre a alguien que supiera escribir. Otras iban a desahogarse y dejar atrás los malos ratos que el marido les hacía pasar. Hubo una al que el marido se le puso delante del tren porque tenía una deuda de 3.000 pesetas por una yunta de mulos, que iba a explicar que ella no derramaría ni una lágrima. Bastante le había hecho pasar ya como para amargarle la vida también después de muerto.

Cuando cerró la centralita manual, en 1979, apenas había en Fuentes 350 abonados al teléfono y un sinfín de demandantes en lista de espera. Quedó instalado el sistema automático que abría la puerta a todos los abonados que quisieran contratar una línea, pero echaba el cerrojo al locutorio de la Carrera y mandaba a la calle a las chicas del cable. Una de ellas, Teresa García, eligió seguir en la compañía, aunque tuvo que aceptar su traslado a Lérida. María Dolores Muñoz había estado nueve años, desde los 14 hasta los 23. Enmudecieron Manolita la del francés, la primera que se hizo cargo del locutorio, Pepita la del teléfono, la segunda, y Consuelo García Rigalt, la que más tiempo estuvo al frente. Y aunque nunca más se oyeron sus voces al otro lado del hilo telefónico, el eco metálico repite de tarde en tarde por la Carrera una letanía que dice "Niña, ponme con el Catalino".