Esos momentos en los que, como una emboscada de olas contra las rocas, te invade la seguridad de que ya nada esperas personalmente exaltante. Esos momentos donde piensas, con escalofríos, que nunca llegará al puerto de tu piel ni una simple brisa que en su vaivén deje caer un abrazo o una caricia. Esa sensación, como una púa candente, de añorar el arrumaco de alguien que ya murió, que ya partió para siempre.

Esos momentos donde tanteas que el recorrido de tu vida quizás nunca tuvo mucho sentido y dudas a cada segundo, ante cada encrucijada, ante cada bifurcación de caminos.

Ese profundo vacío...

Esos instantes donde sabes que si todo estallase, un alivio te recorrería desde la cabeza a los pies. Donde la soledad es la mejor compañía y las lágrimas el mejor sostén.
Esos aleteos de la consciencia en los que el niño que fuiste y sigues siendo te llama y te invita a tomar asiento a su lado en una vieja silla vacía para darte un fuerte abrazo, y charlar, llorar, reír. “Siéntate aquí, junto a mí, sombra del mismo árbol, tabla del mismo náufrago, y hablemos de traiciones y de lo que un día soñamos juntos antes de partir… tú por allí, yo por aquí”.

Esos momentos plácidos en los que aquello que ves con los ojos cerrados es lo que importa. En los que desesperas esperando el soplo certero que sacuda tu alma rota.
Esos pellizcos con los que quieres detener el tiempo, para mirarte un instante más, y otro y otro más, hasta que irremediablemente amanezca y te duermas en tu propio regazo, susurrándote una canción de cuna mecida al calor de los aullidos de la luna y de un pálido rayo de luz impura.

Esos momentos en los que necesitas toda la sinceridad de tus ojos para iluminar tu cielo. En los que lo único que te concilia con las voces interiores son los recuerdos de las manos deshabitadas y las miradas desgastadas y tiernas de tus abuelos.
 
Esos instantes precisos cuando por tus horizontes declina tu propio sol, en los que cierras todas tus murallas y almenas, y cuelgas el cartel de “si no traes poesía, no golpees la puerta de mi corazón”.

Esos momentos, esos momentos en los que miras a tu alrededor y observas difusos a tus amigos y a tu familia como puntales, como arbotantes, como llamaradas de calor en medio de una fría neblina de incomprensión.

Esos intervalos en los que solo vislumbras muecas vacías y aburridas donde antes se aposentaban fuego de luciérnagas y sonrisas.

Esos instantes en que tu pensamiento te reclama, y sientes que tu finitud está llegando a su última etapa, convencido de que luego pasarás a la nada.

Esos minutos serenos en los que dejas que la nostalgia te coja de los tobillos, aun sabiendo que tus alas, aunque estén desplegadas, no tienen fuerzas ni anhelos de volar.

Esos momentos donde las huellas imborrables de tu infancia, calle arriba, calle abajo, tragando aire, mojándote la cara, son el reposo, y lo más cercano a aquello que llamamos felicidad.

Eso tan extraño que llaman motín emocional, insurrección del estado de ánimo, achaques del alma, pesadilla rara, llaga que gotea por dentro y se cura con el ungüento de la soledad, marihuana en un sueño del que debes pero no puedes, no quieres despertar.

Esos malditos y benditos momentos, pasajeros como tormentas del desierto, eternos como la sal de los océanos, en los que al abrirte la herida y dejarla sangrar y sangrar, piensas que, quizás, la mejor y la mayor esperanza vital es que todo lo que sientes y transita por los escondrijos de tu pensamiento, y te abruma, te agobia, te deja temblando y te destroza… todo eso está, quizás, como debe estar.
 
Sentir el frío de tus inviernos al anochecer, las quemaduras de tus latidos de escarcha, el hambre de horizontes y la sed… todo ello, quizás, sea la única gran serenidad… quizás sea sentir, en realidad, que todo, que todo está ocupando su sitio y jugando su papel… que todo, que todo está bien.

(Fotografía de Manuel Romero Gómez)