¿Quién trajo a Fuentes la primera bicicleta? Zoplaguizo. ¿La primera moto? Zoplaguizo. ¿La primera radio cuando todavía eran de galena? Zoplaguizo. ¿El primer televisor en blanco y negro? Zoplaguizo. ¿Quién lo arreglaba todo? Zoplaguizo. No había aparato con secretos para el maestro Antonio Fernández Guerrero "Zoplaguizo. Arreglaba lo mismo una bicicleta que una batidora, un televisor que una lavadora, una tostadora que un frigorífico. Y sin apenas herramientas.

Una de las grandes incógnitas de la historia reciente de Fuentes es precisamente cómo sabía tanto Zoplaguizo sin haber estudiado nada. En los años 60 fabricó su propia máquina de soldar con unas bobinas y un transformador y cuarenta años más tarde murió -posiblemente por una descarga eléctrica- manipulando hilos en el galeote de su casa. El nombre de Zoplaguizo resuena ampuloso en la memoria de varias generaciones de fontaniegos y fontaniegas, ellos recordando los parches y el cauchú que manejaba con maestría, ellas contando las veces que le alargó la vida a una plancha o a un cuchillo mellado.

Autodidacta. Zoplaguizo encarnó la perfecta figura del autodidacta y del hombre sabio. Le faltó pintar para ser el Da Vinci de Fuentes. A su manera lo fue como ingeniero, inventor, desprendido. Adelantado como Leonardo. El primer taller mecánico que montó para arreglar bicicletas -tampoco entonces había muchos más mecanismos que arreglar- estuvo en la calle San Juan Bosco, en la rinconada que hay al lado del convento de las Mercedarias. Pronto lo trasladó a la calle Mayor, donde antes había estado el cuartel de la Guardia Civil. Era el año 1945, más o menos, apenas seis años después de haber acabado una guerra cuyo mérito principal fue dejar un país devastado, sumido en la miseria. Años de hambre, frío y dolor vinieron después de la muerte de miles de hombres que no habían cometido más delito que soñar con un mundo mejor.

Antonio Fernández Murillo, hijo de Antonio Fernández Guerrero, recuerda el taller de la calle Mayor como un lugar "hondo y estrecho, muy oscuro y sucio", cubierto de grasa y sembrado de restos de bicicletas, cojinetes, tornillos mohosos. Escasas herramientas y de mala calidad, pero inmenso ingenio, raudales de creatividad capaz de sustituir la precariedad de medios y conocimientos. Con unos alicates y un alambre salían andando del taller de Zoplaguizo las bicicletas o motos que habían llegado a empujones. Zoplaguizo hablaba por las manos, como otros hablan por la boca haciendo creer a todos que saben algo. Él no decía, conversaba con las piezas, las conducía a su lugar, como quien pastorea un rebaño de goma, acero o alambre.

Autodidacta y mago. Porque Zoplaguizo parecía tener el don de la magia en las manos. O al menos así debieron de verlo muchos de los que le llevaban una moto, una lavadora o una radio averiada. Hay oficios para los que cualquiera cree valer. Hasta al médico hay quienes se atreven a enmendarle el diagnóstico e incluso el tratamiento. El que no sabe dónde tiene la nariz se aventura a decirle al abogado cómo tiene que llevar su pleito. O al periodista lo que tiene que escribir y cómo hacerlo. Pero el oficio de mecánico es harina de otro costal. El maestro Antonio Zoplaguizo aflojaba un tornillo aquí, apretaba una tuerca allá, encintaba un cable y, ¡ale hop!, el aparato echaba a andar delante del boquiabierto cliente. Magia, pura magia era lo que había en las manos de Zoplaguizo. A eso le llaman ser "un manitas" quienes, muertos de envidia, intentan quitarle importancia al arte de la mecánica.

¡Ah, la mecánica! ¡Cuánta sabiduría atesora un buen mecánico! Algunos cayeron en el error de creer que dominaban la magia de la mecánica por el simple hecho de haberse comprado una caja de herramientas, de ser capaces de desmontar la rueda de la bicicleta, sacar la cámara, localizar el pinchazo, lijar la zona, untarle cauchú y pegarle un parche. Tremendo error. Para ser verdadero mecánico había que ser igual de Zoplaguizo, algo casi imposible, tener un taller nada menos que en la calle Mayor y ser capaz se enfrentarse a cualquier avería. Y sin haberlo aprendido de nadie ni asistir a ningún ciclo superior de la FP. El secreto de Zoplaguizo fue haber aprendido el lenguaje de las máquinas sin que nadie se lo enseñara. Las bielas le hablaban al oído y los balancines le guiñaban el ojo nada más asomar el artista por debajo del capó. Zoplaguizo y los cilindros hablaban el mismo idioma, su cabeza carburaba igual que un carburador.

De Antonio Fernández Guerrero la familia conserva un diploma del Instituto Técnico Práctico de Radio, con sede en Barcelona, expedido el 5 de julio de 1944. Probablemente hizo el curso por correspondencia. Lo que aprendió nadie lo sabe, pero era de común conocimiento que Zoplaguizo era el genio de la mecánica. Tenía entonces el maestro 23 años, un niño de los de ahora, y por aquellas fechas había muy pocas radios en Fuentes. Las que había eran de galena o de lámparas, traídas por el propio Zoplaguizo. La sintonía de Radio Sevilla era un pedregal de ruidos del que emergía algo parecido a una copla entre anuncios del Calmante Vitaminado, las pastillas OKAL, el Ceregumil y la Bella Aurora. Aquellas radios llegaron para inundar de sonidos mágicos un mundo de silencios seculares, para despertar sueños de salud y belleza personal cuando ambas cosas, como el consumo, estaban por inventar. El consumo lo trajo Zoplaguizo.

Ciencia infusa. Porque el artista nace, no se hace. El arte se lleva en la sangre y se transmite de padres a hijos. Por ejemplo, Antonio Fernández Murillo, el hijo, arregla todo lo que cae en sus manos, aunque no sea más que maestro de escuela en La Campana y no maestro mecánico como su padre en Fuentes. Porque había maestros mecánicos, maestros albañiles, maestros carpinteros... Y Zoplaguizo era maestro mecánico, aunque su sabiduría le hacía capaz de hacer de todo. Era curioso, inventivo, sociable, alegre y desprendido. Jamás mostró interés por el dinero. Cobraba sus reparaciones, claro está, pero como el cobrador del tranvía expedía billetes a los viajeros. Casi a desgana. "Déme usted dos pesetas".

El taller le daba para sacar adelante a sus 8 hijos y con eso se daba por bien pagado. "El taller era un buen negocio", recuerda su hijo Antonio. Sin dinero, pero un buen negocio. "Y muy reconocido por todo el mundo" porque sacaba de apuros a quien acudiera reclamando ayuda. El universo de Zoplaguizo estaba formado por un bosque de mobylettes, lambrettas, Guzzis. O lavadoras Bru, catalíticas Super Ser y radios Telefunken. En los albores de la mecánica y la electrónica, todo se averiaba con frecuencia. Las bicicletas eran lo único robusto, hierro puro, pero más duros eran los caminos y calles de Fuentes, más lejos estaban los tajos. Sintonizar una emisora costaba la misma vida. La luz de iba con regularidad, pero en vez de los microcortes de ahora, los cortes duraban horas.

Hijo de mayete, Zoplaguizo no quiso nunca campo. Montó la autoescuela de motos Santa Cruz y por las noches enseñaba a los alumnos las cuatro señales de tráfico que había entonces y a sortear conos en zigzag. Llevaba en moto a los alumnos a examinarse en Sevilla. Él mismo obtuvo el carnet de conducir de coche, pero nunca condujo, y se le caducó sin haber tenido jamás vehículo propio. No salió de Fuentes más que de visita. Y de la memoria de los fontaniegos no ha salido ni siquiera de visita.