Desde hace veinte ferias no ha pasado ni una sola de ellas sin que, con especial añoranza, se me revuelvan un puñado de recuerdos de tristeza al tiempo que halago, envueltos en esa mezcla de extrañas resonancias y destemplanzas que siempre esconde la pátina del pasado. Tristeza por su ausencia, su forma de irse, de resistir, por sus penas ahogadas en el pozo de la soledad y, a pesar de todo, su pundonor por sobrevivir. Halago por lo que a su lado aprendí, por la humildad, la entrega desinteresada que siempre irradian los “don nadie”, los que no saben leer ni escribir, pero son capaces de ofrecerte un poema inmejorable con una sonrisa desdentada, con un abrazo de amistad cuando menos lo esperabas o con unas puertas siempre abiertas de par en par desde el zaguán hasta el final de la casa.

Esta es la historia de un niño que, sin dejar de ser niño, llegó prematuramente a considerarse y ser considerado hombre y, en el tiempo en que debería pasar de los brazos de su madre a los juegos inocentes por los ruedos, él ascendía, ufano y resignado, de niño porquero a niño yuntero. Fue un niño maltratado por el destino, que antes de aprender a levantar los dedos para indicar su edad, ya sabía manejar el arado y los aperos de labranza como lo hacía cualquiera de los hombres del campo quemados por la necesidad.

Fue un joven delgaducho, pobre de solemnidad, hijo único, como un grano de avena en un inmenso pajar, que a tumbos y entre equivocaciones vino languideciendo bajo el yugo de las estrecheces extremas y la soledad.

Fue un joven analfabeto que, en ocasiones importantes, tembloroso y dubitativo, firmaba con su dedo. De piel morena quemada por los rayos solares de la resignación, cuencos como oquedades y torpe de andares, que encontró en la naturaleza una forma de huir lejos para encontrarse. Sus cometas eran todo tipo de pájaros. Los sudores en los tajos y los anticipados dolores de huesos, sus juegos y saltos en los charcos. El campo, las alondras y los jilgueros, los palomos y los cerros, las cornices y los trigales, las cabañuelas y las nubes desfiguradas en el cielo, a las que convertía en cajones donde se escondían sus callados sueños.

Fue un niño que empezó a vivir y empezó a morir de punta a punta. Fue un joven que, en la oscuridad de una sola noche, envejeció. Fue un adolescente que sintió la vida como una guerra de la que a veces se asustó. Y de pronto, en esa bravura, lidió contra las garras del alcohol. Y perdió. Se extravió buscando en el fondo de una botella alguna respuesta, alguna explicación. Harapos, andrajos, alientos rotos, jirones de dignidad por esquinas y bares… y permanentes conflictos y desapegos familiares.

Aquel niño perdido en el laberinto, aquel joven balanceado entre las olas de tempestuosos mares, desfiguró ya en un barco destrozado varado en un puerto inalcanzable. Lo recuerdo en el quicio de la puerta manchando los dinteles de tanto asomarse. Lo recuerdo huyendo de la casa buscando refugio donde olvidarse. Era un verdadero amigo, un hombre sereno y bueno, muy bueno. Sin darse cuenta, poco a poco, se había convertido en una porción de humanidad que vivía en el infierno.

Y así, a empujones, fue cosiendo su destrozado corazón con retazos de otras pieles, otros abrazos, otros cariños, que siempre, siempre encontró en las despensas de sus amigos. Paco de la Juana, Bastián de la Pilar, José, Juanito, Manolo y Francisco de la Isabelita, Rogelio, Manolo el pollo, Julio Miranda, Antonio Morterón, Márquez, Javi Atienza, Raúl, Antoñito de la Eli, Manuel el Melón...

Lo recuerdo tranquilo cuando el dique de su matrimonio rompió hacia desconocidos caudales, mientras lloraba el alejamiento de su hija en la que siempre había confiado poder ahogar sus penas, sus incertidumbres e inseguridades. Lo recuerdo pasando verdaderas necesidades, que asumía con sumiso semblante, y agradecía a las vecinas sus guisos, sus carnes, sus caldos y alguna pieza de chocolate.

Lo recuerdo altivo, serio y tieso en su vieja mobylette, anaranjada y desgastada, que arrancaba a duras penas, y sobre la que se paseaba casi a diario confundiendo las incansables ruedas con sus frágiles piernas. Recuerdo cómo, elecciones tras elecciones, siempre me enseñaba, con aquella sonrisa socarrona, la papeleta de voto, como el que enseña un secreto maravilloso.

Lo recuerdo feliz, entre hermosos recodos por veredas y caminos, extendiendo torpemente las redes en un mar de trigales, probando los pitos de corniz, que él fabricada durante horas y horas con el esmero y las ansias de un aprendiz. No sé cómo se las apañaba, pero siempre salía limpio cuando lo pillaba la guardia civil. Recuerdo su paciencia infinita, haciendo que un jilguero sacara agua del cuenco con un dedal y una simple guita.

Lo recuerdo callado y taciturno yendo al médico, sospechando que algo no iba bien en su cuerpo. Tengo en el brocal de mi memoria aquellas desoladas lágrimas resbalando por su obtusa mejilla calavérica, mientras esperábamos los resultados de sus males, en una fría y solitaria consulta médica. Una vez más huyó y se salió de aquella habitación, no quiso escucharlo de la boca de nadie. El médico me detuvo, me explicó, y el mundo se paró en seco en un instante.

Lo recuerdo cabizbajo, a mi lado, en el coche, cuando veníamos de vuelta a la casa de sus padeceres y cantares. Era primavera y los campos enseñoreaban sus nuevos rebrotes. "Es cáncer ¿verdad, amigo?, es cáncer", me susurró de pronto, casi sin mirarme.

Todavía se me hace un nudo en la garganta cuando recuerdo aquellas palabras valientes, quizás cobardes, no sé, y tartamudeantes. "No me lo ocultes, por favor, no me engañes... porque yo no te engaño, amigo, y quiero que sepas que estoy contento sabiendo que pronto toca despedida y se acaban mis males".

Lo recuerdo postrado en su cama, abrazado a su alma, acurrucado, solo, sin nadie que le llevase un reparador vaso de agua para ahogar su fiebre y acompañarle. Hay demonios que no habitan en la mente sino bajo tu almohada. Con ellos convivía cada larga y lenta madrugada.

Recuerdo otras de sus impagables sonrisas cuando le curaba las heridas, recibiendo el calor de un amigo, la más mínima ayuda y el afecto, como el sediento que se empapa de la inesperada lluvia en mitad del desierto. ¡Cuánto agradecía un roce, un masaje, un mínimo gesto!

Lo recuerdo resistiéndose a abandonar su guarida, negándose a extraños tratamientos, rebelándose a viajar lejos de su pueblo, apesadumbrado mientras lo llevábamos al aeropuerto, para acabar sentenciando que si pudiera se tiraba del avión en pleno vuelo.

La forma de mirar, de estar y de expresar sus sentimientos, habían vuelto a calar en sus amigos más cercanos como ahonda y cala el arado tierra adentro. ¡Cómo nos dolía aquel niño hambriento! ¡Cómo nos apretaba el pecho, sabiendo que se iba gimiendo, mirando atrás, y temblando de impotencia y de miedo!

En Barcelona había pasado un año de fatigosos y cansinos viajes a hospitales que él describía como la senda de un cordero camino del matadero. Y tras ello, ahora por fin volvía de nuevo al pueblo de sus sueños. Fuimos a recogerlo con la alegría del reencuentro. Su presencia y su figura entre un tumulto de extraños pasajeros, resaltaba, como lo hace entre los verdes arbustos del arroyo el junco seco.

Recuerdo su cara extrañamente blanquecina y sus cobrizos pómulos prominentes, sus andares quebrados y su mirada viva, cuando de nuevo pisaba las gastadas losas de su casa y el patio de geranios y jazmines floridos, creyendo haber superado el más grande obstáculo que le puso la vida a mitad de camino.

Y de nuevo vuelta a empezar. Un rebrote lo llevó al mismo hospital. Y él, resignado, volvía a ceder. Fue entonces cuando cayó sobre nosotros la certeza implacable, como un hacha, de que nunca lo volveríamos a ver.

Pasó otra primavera con sus nuevos retoños de intenso color. Un catorce de agosto el teléfono sonó y aquel indeseado presentimiento se confirmó. Julio, un familiar que lo acompañó en el hospital catalán, con la voz quebrada, a duras penas balbuceaba que la mirada despejada y limpia de Antonio se acababa de apagar. “No hace ni diez segundos que todo acabó. Punto final a esta triste aventura. Quería que lo supieras el primero. Nuestro amigo descansa en paz. Nos toca llorar”.

Antonio Escobar Caro, “Sacarruea”, ese personaje minúsculo y maltrecho ha pasado por la vida como las grandes personas, los humildes y los pobres, en silencio, sacando cabeza, resignado, sin quejarse de su destino. Tenía poco más de cincuenta años cuando todo acabó y se fue callado, muy callado sin decirnos ni siquiera adiós.

Para algunos, este analfabeto, poco agraciado y mal tipo es como si no hubiese existido, una llave olvidada y perdida en un cajón. Para mí, este indigente, buenísima persona y desahuciado de la vida estará siempre palpitando en un rincón de mi corazón.