La inteligencia artificial me desconcierta, hace que ponga en duda conceptos que creía certezas ¿Qué es la inteligencia? ¿Nuestro disco duro se parece al cosmos, es infinito? Y de ser así, ¿se expande como el universo de Woody Allen? ¿Tenemos una capacidad ilimitada para almacenar recuerdos? No lo sé, no tengo respuestas, pero sí sé que olvidamos cosas.

El otro día me encuentro con un tipo gordo y calvo, se me acerca sonriente, tiene la intención de darme un abrazo. Yo le digo que se equivoca, que me confunde con otra persona. "No, tú eres Castro". “¿No recuerdas cuando éramos niños, en el Juan XXIII”? Ante su aplastante seguridad, sonreí y dije, “claro, claro, en Granada”. No había visto aquel tipo en mi vida y por mucho que intento ubicarlo en mi infancia no lo consigo. Cuanto más se esforzaba en darme detalles de él cuando era pequeño, más me alejaba yo de ponerle apellidos o cara infantil.

En principio, la memoria borra sabiamente lo superfluo pensé, lo que significa que si no lo recuerdo es porque no dejó huella en mi vida. Tiene lógica que olvidemos hechos, nombres, fechas y personas irrelevantes. Aunque al parecer yo fui más relevante para él de lo que fue él para mí. Me pregunto cuál es el mecanismo neuronal selectivo que discrimina la relevancia del olvido.

No sé qué capacidad de almacenamiento tendrá mi cerebro, si tendré muchos gigabytes, terabytes, exabytes… llenos de valiosa información, cuidadosamente archivada durante años, que un día se convertirá en cenizas, polvo y nada. No sé si tengo una capacidad estándar o me queda espacio para más vida o si tengo que dejar sitio libre para más experiencias. El cerebro es muy complejo y con frecuencia caprichoso.

En principio uno controla su psique, pero las más de las veces no podemos pensar en lo que queremos, sino en lo que nos asalta. Si pudiésemos elegir, podríamos programar nuestros sueños: esta noche me pido ser un personaje de la película Casablanca y huir de los nazis con Ingrid Berman en el avión de Lisboa. Sería maravilloso conocer la ciénaga de Macondo o ver quién se asoma en la puerta del fondo en Las Meninas. Desgraciadamente, la cosa no funciona así, no puedo elegir lo que sueño, tampoco lo que pienso.

No puedo elegir qué recuerdo y qué olvido. No recuerdo nada, pero nada de nada de trigonometría, confundo la cotangente con la secante. Quizá es porque cuando la estudié de adolescente los senos que me interesaban no eran precisamente los de alfa. La verdad es que no le puse interés a la trigonometría, lo que me lleva a pensar que recordamos aquello que en su día nos suscitó interés. Por eso no me explico por qué me sé de memoria las letras de las canciones del insoportable Camilo Sesto, que en los años setenta sonaba a todas horas en todas partes. Quizá lo recuerdo precisamente por eso, por haber sido atormentado machaconamente con su música. Me pasa lo mismo con Luís Aguilé. También con la “La casa de la Pradera”. Aún siento escalofríos al oír la sintonía de la serie televisiva ¿De qué me sirve conocer las peripecias de la puñetera familia Ingalls?

¡Tengo la cabeza llena de bobadas! Con lo bien que me vendría recordar algo de esa electrónica que estudié y aprobé con buena nota, pero de la que no recuerdo más allá del olor a estaño fundido al calentarlo con el soldador y el polímetro para medir voltios, ohmios y amperios. Tengo la sensación de que esa vida la vivió otro, que no me pertenece. Es como si hubiese visto un tráiler de la película de otro tipo y por eso no la recuerdo.

Sí recuerdo mi primer beso tembloroso y accidentado. Es absurdo porque luego llegaron muchos más, más tiernos y apasionados que he olvidado por completo. Supongo que no es más que un mecanismo de defensa, tal vez de supervivencia. Olvidamos lo que aunque fue maravilloso en su día, duele ser recordado. “El olvido sólo se llevó la mitad” canta Serrat, aunque a menudo se lleva la mitad buena y nos deja la mala. Recuerdo con nostalgia momentos inesperados de felicidad cotidiana con seres queridos que ya no existen.

Dicen los que saben, que las malas experiencias son las que nos hacen madurar, pero si recodásemos todos los malos rollos vividos, maduraríamos tanto que nos pudriríamos en seguida. Por eso la amnesia, por olvido o voluntaria, es un caparazón necesario para poder levantarse de la cama cada mañana. Estoy vivo porque recuerdo, soy el camino andado. ”Yo soy yo y mis circunstancias”, pero las autónomas células grises hacen lo que quieren.