El emigrante, como el caminante de Penélope, detiene su reloj infantil una tarde de primavera. Esa tarde, en la retina de sus ojos queda congelada para siempre la imagen de los juegos de la Alameda, el robo de un nido de palomos en el soberao o los barquito de papel en los arroyos del Rueo. Igual que el mito de Penélope, el emigrante de Fuentes todos los días del año le dice a su gente que volverá, pero el tictac del reloj empuja el tiempo a su antojo y el tren que condujo a Castellón ha perdido los nortes del retorno al sur. El eco de aquella promesa que decía "un día volveré, Fuentes de mis amores" va quedando atrás llevado por los vientos traicioneros de la vida.

La tristeza del emigrante es inmensa, sólo mitigada por el sueño del retorno. Una voz interior te consuela diciéndote "volverás" y otra te desasosiega respondiéndote "no volverás". Has perdido a tu gente para siempre. Un día recuperarás a tu gente. Volveré, volveré. El lunes te ves de nuevo por las calles de Fuentes saludando a todo el mundo, parándote a charlar con ellos. Pero el martes te ves atrapado en el enjambre de la gran ciudad, desorientado, envuelto en un mundo de palabras irreconocibles, extranjero en tu propia tierra. El aire salino sustituye al solano de la campiña. Cuando quieres darte cuenta andas por aquella ciudad tiempo atrás extraña y que ya es tan tuya como del renacuajo que te coge de la mano y te pide "abuelo, llévame a la playa".

Entonces comprendes que los caminos del retorno quedaron cegados para siempre. Crece el sentimiento de pérdida, que se hace hondo y negro como la muerte de un ser querido. La única forma de extraer la espina interior es adentrarse en un duelo que cicatrice la pérdida de Ramón el practicante, Luis el Churrero, Juanito Pitones, Antonio Cachiporro, el Lechuga, Antonio de David, Antonio Gómez, "el Turco", Juanito "el Pulga", Paco Mateo... Ellos quedaron en Fuentes mientras tú ves pasar el resto de la vida arrastrando el recuerdo. Arrastrando la memoria del reencuentro por la feria, cuando coincidías con otros emigrantes y con los amigos de la juventud. Abrazos, preguntas, sueños... ¿Cómo te va por ahí? Bien ¿Y a ti por aquí? Tirando. ¡Hay que ver, cómo te fuiste de Fuentes!

La emigración es cosa de la gente pobre, sencilla y humilde de Fuentes. Gente de bolsillo pobre, sí, pero de corazón lleno de amor por su pueblo. De gente inquieta, también. Insatisfecha de la vida que el pueblo podía ofrecerle. Fuentes, pueblo de gente humilde, pero inconformista. La mitad de Fuentes cogió la maleta y el pueblo, que llegó a tener 12.000 habitantes, quedó con los 7.200 que tiene ahora. Medio Fuentes en la diáspora, diseminado por ciudades industriales del norte, tal vez atrapado en el sueño del retorno imposible. Medio Fuentes que antes de emigrar soñaba con un canal de riego que nunca llegó, con cultivos que dieran peonadas, con una industria imposible... Sueños, siempre sueños irrealizables porque los señoritos con dinero se dedicaban a vivir de las rentas y, si invertían, lo hacía en otras tierras. Andalucía sin burguesía industriosa.

Fuentes era un rabiaero de hambre, pero más duros eran algunos fontaniegos. De acero, decía Manolita Perea que eran los hombres de Fuentes. Manolita era vecina de Magdalena la Turuta al final de la plaza abajo. El fontaniego de acero que no tenía trabajo estaba deseando salir de Fuentes, incluso a rumbo perdido, sin saber qué iba a encontrar lejos. Acero que dejaron en las obras y las industrias de Barcelona, como contaba Paco Bejarano. Una pena que a los fontaniegos nadie nos diera la oportunidad de gastar nuestro acero en levantar esta tierra y que el desarrollo se lo hayan llevado a Barcelona, a Palma, a Benidorm o a Madrid. En Fuentes, la vida fue agenciar tierras, el que podía, y el que no, a gastar su acero en casa de otros.

Por eso todos los años en agosto Fuentes volvía a repoblarse con los ausentes. Reaparecía en Fuentes María la China, que trabajaba de limpiadora en el periódico La Vanguardia de Barcelona. Iba de vacaciones con su sobrina Rosario a festejar la feria de Fuentes. Nos montábamos en el látigo de la feria, repasábamos nuestras vidas lejos del pueblo. Allí estaban los Chicaingos, chavales de nuestra calle, también llegados de Barcelona, y era la felicidad reencontrarse con Juan Luis, Servando, José Mari, Antonio y Conchi. La pasión de Servando era montarse en los coches locos. José Mari cantaba, y de su padre, Luis el Chicaingo, soñaba con traer una noche de verano a Pepe Marchena para echar unos cantes.

La injusticia más grande que se ha cometido en Fuentes desde mediados del siglo XX es el olvido de sus emigrantes, de sus hijos más inquietos. Urge un homenaje al Chico el Monumento, que tuvo vacas y las vendió porque eran una ruina. Tuvo que irse a Elche a trabajar para una agencia de transportes y llevarse a su familia, que se colocó en las fabricas de calzado. Y al maestro Morillo y a su mujer, Patro, que dejaron atrás su barbería, en la que cobraba 7 pesetas por un corte de pelo. Lo mismo hizo el maestro Conirra. En Barcelona, Morillo trabajó en la Seat. La Ana del Colorao y Marcelino tuvieron que abandonar Fuentes porque él, que era municipal, cobraba un salario de miseria y veía muy negro el futuro de sus hijos Juani y María Dolores.

Tan callado como triste marchó Fernando el carnicero y taquillero del cine Avenida, que acabó en Madrid. Don Alfonso el practicante dejó Fuentes para irse a Sevilla, donde tendrían mejor futuro sus hijos Alfonso, Justo, Juan y Mari Pepi. Una tarde de febrero de 1980, Pepito el Mojero con su camión les llevó una parte de los muebles a Sevilla y la otra a la casa que tenían en Zafra. A Juan Fernández Ancio, al que llamábamos Juanera, una mala cosecha lo mandó a Benidorm para siempre. Con su compañero Curavi, Juanera era hortelano de vocación y fontaniego de devoción. En Benidorm repartió bebidas hasta que un día dejó el camión en mitad de la calle y le dijo a su padre que se iba a Fuentes, que lo suyo eran las papas, cebollas, ajos, lechugas y espinacas.

Volvíamos en agosto por la feria y el último día de las vacaciones llorábamos de pena y rabia porque María la China y su sobrina Rosario tenían que volver a Barcelona. Los fontaniegos nostálgicos emprendían entonces una larga y dolorosa despedida de tanta gente querida, de tantos recuerdos y charlas interminables. Como Penélope, se negaban el derecho al olvido. Atravesados por la daga de la nostalgia decían "volveré" y jamás aceptarían la renuncia a la memoria. Tejiendo y destejiendo sueños, los emigrantes son -somos- sobre todo un amasijo interminable de recuerdos y sentimientos.

(Este fontaniego que escribe para Fuentes de Información las Crónicas de la Nostalgia se fue a Castellón a hacer el servicio militar. El año 1988 no había peonadas, en los albañiles no encontraba trabajo y decidí irme a Castellón. Pero esta es otra historia que merece la pena ser contada en el próximo episodio de las Crónicas)