En primavera, nuestra seca tierra se convierte en un hermoso jardín, sobre todo donde no llegan los herbicidas, salpicado de múltiples colores entre los que el vivo y atractivo color de la amapola no pasa inadvertido. Resulta bella si aparece sola como escapada de la brocha del pintor que pinta un cuadro impresionista. También lo es si aparece abundante, como un hermoso borrón sobre fondo verde, con la rugosidad de sus pétalos anaranjados y el brillo que la luz proyecta en ellos en el oportuno instante en el que ve uno esa imagen.

No es adorno adecuado para jarrón ni de tocado porque muere enseguida -la vida es breve- pero su vista salpicada por el paisaje primaveral es un regalo de la naturaleza. Aunque en la naturaleza su papel es casi pernicioso -mala hierba, dicen- por su incuestionable apuesta por la vida que la lleva a liberar abundantes semillas, muy finas y ligeras, de fácil dispersión y arraigo. Si hay una flor que durante la primavera llama la atención es la amapola. Dispersa o arracimada, pero siempre libre, crece en medio de otras flores como si compitiera por el primer puesto en un concurso de belleza botánica que sabe que ganará.

Brota en las lindes de los campos como si quisiera ser frontera, recordándonos que no se pueden poner puertas al campo, que los límites de la naturaleza los pone ella misma por mucho que nos empeñemos. Su intenso rojo destaca como el destello de un faro que entre las olas de los mares de cereales insistentemente reclama a los navegantes.

Es un suave aleteo rojo atado a la tierra jugando con el viento y un universo escarlata si la flor se abre a nuestro paso. Y cuando el ciclo de la vida le lleva del esplendor rojo y brillante a la sombra del fin, sigue erguida con orgullo, luciendo sus últimos colores con altanería, con la belleza de lo simple. Roja como la pasión más española, ordinaria y delicada, la amapola se gana su sitio cada primavera para engalanar caminos y cunetas con la espontaneidad y la gracia del que no pide nada a cambio.