Desde que te marchaste no consigo que vuelva aquel niño feo y tímido con el que hablabas y hablabas, y que en tu recuerdo aún se consuela. No consigo que el manzano florezca y entre sus ramas las manzanas brillen en las noches frescas de luna llena.

Desde que te marchaste la higuera solo es una sombra vaga en un páramo de tierra seca. La casa encalada de nuestras confidencias es un eco de voces mudas y miradas ciegas. ¡Ay, si estuvieras y lo vieras! El jarrón romano, las sillas de eneas, la tinaja rota y la ventana siempre abierta, el zaguán de nuestros abrazos, la vieja escalera por la que subíamos al soberao de las fantasías secretas que anidaban en nuestras cabezas.

Desde que te marchaste ya no bailan en el tendedero del corral las ropas blancas de tus pudores que revoloteaban como cometas.

Desde que te marchaste supe que la vida pasa volando y que las mañanas seguirán amaneciendo; las campanas, en cada entierro, sonarán solemnes allá en lo alto de la torre de la eterna iglesia; y el agua seguirá corriendo arroyo abajo refrescando la sedienta tierra y dejando limpias las piedras toscas de la ribera. Allí, donde tantas veces, cortejado por el canto de los jilgueros, caías rendido para echar una siesta.

¡Cuánto daría por tenerte cerca y hablar contigo de mis archipiélagos de incertidumbres y mis pocas certezas! ¡Cuánto daría por volver a respirar el olor de aquellos guisos que inundaban desde el corral a la casapuerta, y que para nosotros, con tanto esmero, preparaba la abuela! Desde que te marchaste, abuelo, te he reservado un columpio entre las flores de mi alameda. Esperando que vuelvas, que vuelvas.

Cuando en un crujido seco y definitivo, en aquella casa, con paredes pintarrajeadas de sueños infantiles, se cierran todas las puertas, y las llaves son deshechas en el fuego del olvido de la sempiterna hoguera, ¡qué rara es la melodía de la vida, abuelo, qué mal suena!