La inolvidable María Jiménez merece que traigamos hoy aquí la entrevista que le hicimos, Emilio Castro y yo, hace 20 años para el Magazine dominical de La Vanguardia. Fue con motivo de la grabación de su disco "De María a María... con sus dolores". Reproducimos el texto, que también se puede leer en la páginas del dominical que utilizamos como ilustración.

María Jiménez llora, lo juro. Y ríe, y grita y toma aguardiente con agua, y se fuma un canuto que le achina los ojos, y se sube a la mesa de mezclas porque se siente un faquir, y se mueve sin descanso, y desaparece unos minutos en el cuarto de baño y se pelea con un pantalón de cintura baja, y se indigna y no se conforma. ¿Conformarse? ¡quiá!, los muertos se conforman.

Pero entre pelea y pelea, María canta. María es la virgen más canalla del espectáculo, capaz de cantar una plegaria del siglo XVI, marcha de procesión, los ojos anegados en lágrimas, la voz desgarrada de dolor. Se emociona, recibe la bendición de un beso en la frente y, sobrepuesta, brinca preparada para saltarle al cuello a quien ponga en duda su vitalidad, su vigencia, sus atributos de rompe y rasga, su derecho a la redención

En su nuevo disco, María Jiménez pasa de la risa al llanto, de lo exquisito a lo vulgar, de lo cursi a lo canalla. Mundana y guerrillera. La biografía de todos nosotros está escrita en el cancionero. Para componer toda una vida de sentimientos, sueños, desilusiones, amores imposibles, fracasados o fatales, y vuelta a empezar, sólo hay que elegir los temas apropiados y conjugarlos. Lo ha hecho María Jiménez en “De María a María... con sus dolores”, un disco que radiografía como ninguno su trayectoria vital y su actual estado de ánimo. La María Jiménez que emerge de esas canciones tiene matices insospechados en alguien tenida por banal, casquivana.

Porque María es poliédrica, sensible y dura, artista y persona. Por intereses comerciales promocionan a la intérprete de “Ahora que...”, un intento de mantener viva la estela de su anterior éxito al socaire de los temas de Sabina, pero destaca con luz propia la saetilla de silencio que da título al álbum, con arreglos de Jesús Bola (magnífico trabajo) y letra de Pascual González.

En la población sevillana de Gines, donde Jesús Bola tiene su estudio de grabación, los pies de los olivos transmiten al atardecer la humedad fría de este otoño lluvioso que espanta a María Jiménez, temerosa cuidadora de su garganta. Jesús Bola y María Jiménez han pasado tres meses, casi todo el verano, encerrados como dos locos entre las cuatro paredes insonorizadas del estudio. Encerrados con la música como único juguete. Una de las últimas sesiones la dedican a ajustar mezclas, pulir arreglos y, sobre todo, extasiarse con el resultado.

Suenan a todo volumen tambores de saeta, María se ajusta los auriculares, vasito de anís a un lado, los hombros echados atrás, sentada en el filo de una silla de tijera. Se cimbrea, cigarro entre los dedos, se acaricia las piernas hasta el borde de las rodillas y entona con su voz menos rota: “De María a María, blanca almohada, manicomio de estrellas que me reclaman pa’ que lleve cantando hacia su regazo mi mejor bulería, de María a María, de María a María, sueño en sus brazos... De María a María, con mi locura de dos madres que sufren sus amarguras y sofocan la rabia de sus pasiones y en la noche se alían, de María a María, de María a María, con sus dolores...”

María Jiménez llora tanto como ríe, doy fe. Se pone exquisita para la plegaria, madre cómplice de María madre, y disfruta tanto con esa solemnidad de catedral que se desparrama por el teclado de la mesa de mezclas, levita con los violines de la Royal Philarmonic Orquestra, desborda pasión anegada en lágrimas. María de los dolores, manicomio de estrellas que la reclama. A ella la emociona especialmente esa estrofa de manicomio y estrellas. “Es un acierto increíble del compositor Pascual González (ex Cantores de Híspalis)”, dice mientras sorbe los mocos y fuma. Un hallazgo en el espejo de la vida porque a ver quién que haya vivido intensamente se libró de pisar alguna vez ese zaguán. En la grabación del disco, María se encargó de la voz; Jesús Bola, de la música y los arreglos, y Santa Ángela de la Cruz, desde la pared, de los problemas técnicos. O dicho de otra forma, María es la artista; Jesús, el mago, y Santa Ángela, la milagrosa.

María, encanallada musa de crápulas. Sobre su pasado amoroso pasa de puntillas y resuelve el compromiso con una enigmática respuesta: “Si dentro de unos años los hombres vivieran con los hombres y las mujeres con las mujeres, yo sería apátrida”. Por si las dudas, proclama que no es ni víctima ni chantajista emocional. Encontró cálido cobijo en el estudio de grabación de Jesús Bola, al que conoció cuando hizo el tema “Ratones coloraos” para Jesús Quintero, y se entregó a la catarsis que califica de “disco de mi vida, una terapia que me sienta bien. Para grabarlo he pasado veinte minutos cantando y cinco horas llorando”, dice. Canta una versión de “Madrina” de Quintero, León y Quiroga por bulerías de Cádiz, por fuera jardín de rosas, por dentro zarza de espinas, que es incapaz de escuchar sin ponerse en pie y dar unos pases toreros. Visceral y sensible.

De niña encontraba consuelo a su soledad ofreciendo a las vecinas fregarles el suelo a cambio de que la escucharan cantar una copla. Su abuelo se jugó a su abuela a las cartas y la perdió. Pero la abuela escapó a Sevilla y se estableció en Triana. Con esos inicios, qué cantante no triunfa. Ahora María cobra por cantar y no mira atrás ni para coger impulso. “El pasado es una ruina.” Sólo le interesa el futuro. “Me aburre la gente aburrida, siempre la misma historia prevista. No me apetece ninguna relación con nadie.” Lo dice con un gesto de la mano que parece apartar en el aire una telaraña densa y oscura. Acabó el tono de confesionario, se santigua, salta, pide rumba y grita a pleno pulmón: “Quiero la paz, no quiero guerra”. El viejo tema popularizado por Bambino suena en María Jiménez a declaración universal contra las masacres.

Inagotable, habla por siete contra el “top manta” que puede arruinar su trabajo de tres meses sin descanso. Luego suena en los auriculares la claqueta que le suministra Jesús Bola como ritmo en vena y ella entra en las canciones en tropel, irreverente ante el micrófono, sin compostura, encuentra el tono y se abalanza. Si de una rumba se trata, todo su cuerpo canta, los brazos extendidos, chasca los dedos, se retuerce como una serpiente. Saca pecho, apunta al cielo con el índice, pone en tensión las piernas, agita la melena rubia. Más que cantar, interpreta. La música le sale del alma, aunque ella le da un nombre menos etéreo, de entrepierna, a la fuerza que le sale a borbotones. Si canta su canción dedicada a los mamarrachos que la han rodeado, María se pone arrabalera, borde, vulgar, los brazos en jarra, retadora, más chula que un ocho.

Porque María Jiménez es rebelde de las de ahora. No como aquella mosquita muerta de los ochenta que vivió en la canción de Perales interpretada por Jeannette. María es rebelde con brío, combativa, fuerte. María es una rebelde entre rumbera y rapera. Coge carrerilla y proclama que es rebelde “porque Hacienda me quita y el Gobierno es un pirata, la guerra de Iraq es una farsa, con amigos como Bush para qué queremos enemigos, y la injusticia se nos adueña porque nadie tiene dos c... para enfrentarse y preguntar. ¿adónde van mis impuestos? Vivimos en un país de futbolín enano con un barniz de modernidad”.

Vuelve a la pelea con los pantalones demasiado estrechos y cortos de cintura. Hay que estar anoréxica para que enganchen en las caderas. Desde que se vistió con plumas de pavo real la acosan las mujeres. A ver qué pasa ahora que sale de virgen en el disco, aunque eso a nadie le importa. En resumidas cuentas, María es rebelde porque le sale de la entrepierna y no tiene que dar explicaciones a nadie de su vida y de su intimidad. Ea, al carajo todos, María ya está harta de monsergas, que lo suyo es el cante, grabar y vender discos, no estar en boca de tanto mamarracho que vive del rosa imperante en las sanguinolentas pantallas de la telebasura. Despotrica contra ese hijo de su hermano que anda por ahí diciendo tonterías. María es María y punto. Auténtica, anárquica, corajuda, fuerza que transpira de dentro afuera. Y para desesperación de otros, siempre tiene cosas que hacer. Así que vuelvan otro día los mirones.