“Todo viene del pasado. A veces, el pasado permanece oculto durante un tiempo, pero basta que se den las condiciones adecuadas para que vuelva”. Esas palabras son de Margaret Atwood, la autora canadiense de “El cuento de la criada”. Las pirámides aztecas las construían encima de las antiguas, sin derribarlas. La antigua seguía debajo. Lo mismo que las catedrales erigidas sobre las antiguas mezquitas. Franco ha seguido ahí debajo, medio oculto en el pasado de España, y amenaza con volver si se dan las condiciones adecuadas.

¿Cómo es nuestro pasado medio oculto? En 1975, con diez años, el pasado que ahora permanece a punto de emerger era la escuela de la Estación de Fuentes, en cuyas paredes de las aulas aparecía el crucifijo de Jesucristo al lado de las foto de Franco y José Antonio. Dios y el jefe del Estado iban del brazo. En aquella escuela los chiquillos formábamos en el patio como si estuviésemos haciendo el servicio militar, firmes y mirando de frente cómo subía la bandera nacional. Si algún despistado no lo hacía se ganaba una sonora galleta.

En aquella escuela de la Estación del pasado amenazante lo importante no era aprender Matemáticas, ni Física ni Historia: era saber de carrerilla el Padre Nuestro, la Salve, el Yo pecador, el Ave María, el Credo. Saber rezar por encima de todo. Luego, si era posible, las cuatro reglas, dónde nacían y morían los ríos españoles y los generales que ganaron las principales batallas de la Reconquista. No hacía falta estar enfermos para faltar a clases, bastaba con que tus padres te llevaran a los canales a coger algodón o a Córdoba o Jaén a coger aceitunas. O que te necesitaran para cuidar una piara de cochinos.

El día que murió Franco hubo en las casas de Fuentes pesar y miedo, aunque los chiquillos lo celebramos porque íbamos a tener una semana sin clases. En realidad, aquella alegría infantil estuvo enturbiada por la culpa de saber que era por la muerte del hombre más importante del mundo, el único que había sido capaz de salvar España de los comunistas. Algunos de nuestros profesores derramaron lágrimas en clase y a nosotros nos parecía que el mundo estaba a punto de tocar a su fin. No quedó lugar a dudas cuando vimos por televisión al presidente del Gobierno, Carlos Arias Navarro, con la cabeza hundida entre los hombros y dando hipidos al anunciar el fallecimiento.

Luego, los profesores dijeron que habíamos perdido al caudillo, pero que entraba el rey Juan Carlos, bien enseñado por Franco, que nos salvaría de la hecatombe. Fuimos felices de nuevo dentro de aquella escuela en la que, cuando caían cuatro gotas todo se ponía de barro hasta arriba y los campos de fútbol se anegaban. Una gavia rodeaba nuestra escuela para que corriera el agua en invierno y no se arriara. Por las ventanas veíamos las piaras de cabras por los campos. Teníamos escuelas de niñas y escuelas de niños. Estaba prohibido -podía ser pecado- estudiar rebujados. A los maestros les daban unas mini casas donde en invierno hacía más frío que en Siberia y en verano más calor que en el Sahara.

¡Pero, qué grande era España! Una, grande y libre, aprendimos de nuestros maestros. La reserva espiritual de occidente. Dios, Patria y Rey, con permiso de Franco, que era el que mandaba. Entonces nos contaron que el rey de Marruecos nos había arrebatado el Sahara a traición aprovechando que Franco estaba malito. Si hubiese estado sano no se habría atrevido. Fue el año de la Marcha Verde cuando todos los niños de Fuentes nos hicimos guerreros contra el moro traidor. Deseando ir al servicio militar, vestir de soldado, besar la bandera y coger las armas. Los niños queríamos la guerra santa.

Los maestros decían que España, con Franco, era la nación más grande del mundo -aunque sus casas, las de los maestros, eran minúsculas y en ellas hacía mucho frío- libre y la más victoriosa. Nada que ver con Francia o Inglaterra, dos naciones atrasadas que envidiaban tanto nuestro sol y nuestras playas, que si hubiesen tenido agallas y Franco no estuviese gobernando habrían intentado arrebatárnoslos. En Francia reinaban el libertinaje y la pornografía. En la escuela de la Estación ignorábamos entonces lo que eran esas dos cosas, pero debían de ser pecados mortales. Luego supimos que lo segundo era ver películas guarras como El último tango en París en los cines de Perpiñán.

Esto último lo supimos recién estrenada la democracia, aquí que para los niños de la escuela de la Estación la democracia era igual a poder ver guarrerías en los cines. Fue cuando en Fuentes decían que en las mesas electorales del centro cultural y de la Puerta el Monte iba a ganar la UCD y en la Estación, a lo mejor, podía ganar el Partido Comunista. Luego resultó que el Partido Comunista de Sebastián el Catalino ganó en todas las mesas electorales por mayoría absoluta. Los mayores deberían pedirle permiso a los niños para hacer según qué cosas. Para desvelarles que los Reyes Magos son los padres, que los bebés no los trae la cigüeña y que el demonio es bueno.

Porque aquel año de la democracia los niños de la Estación nos sentimos profundamente estafados cuando supimos que los comunistas no eran los malos de la película y que iban a mandar en Fuentes por muchos años. Franco había sido un mentiroso porque ni los comunistas llevaban rabo ni vendieron España y, para colmo, en las nuevas escuelas no entraba barro cuando llovía, los maestros no nos pegaban por cualquier chuminá, dejaron de jugar con nosotros a soldaditos en el patio del recreo y nos dedicamos de verdad a estudiar Matemáticas, Física y Química o Historia. No que nunca hemos sabido es por qué en las casas dejó de hacer tanto frío en invierno y tanta calor en verano.

Todo permanece oculto en el pasado a falta de las condiciones para volver al presente.