La violencia forma parte de la vida y a ella le rinden honores el pueblo llano, el clero, la milicia y la aristocracia. Todos los estamentos se han divertido con la sangre y la fuerza, con el imperio de la ley del más fuerte en la jungla de la vida. Venimos de un Fuentes que sentía auténtica pasión por presenciar un derechazo directo en la mandíbula del contrincante y por asistir a una corná en la ingle del torero. El declive del boxeo es, lo mismo que los toros o las peleas de gallos, uno de esos fenómenos que muestran el cambio de las costumbres. A pesar de que la violencia sigue teniendo su lugar en las relaciones humanas, la evolución va limando lentamente aristas, puliendo las formas en busca de un mundo mejor.
Gallos y gallitos ha habido siempre. En los años setenta o eras gallito y gallina. Antes de entonces mucho más. No había términos medios en aquel mundo carente de matices. Caballero, ha tenido usted un machote, decían al padre cuando le nacía un niño. Las niñas jugaban a ser mamás y los niños a ser machotes, que era sinónimo de gallito. Gallito o galleta. Machote o blandengue. Nacidos para pegar o ser pegados en las batallas campales a pedradas de la calle El Bolo, el ruedo o el pilarillo del matadero. Sal a la calle si eres hombre. Los puños sustituyeron a las pistolas y a las navajas en aquellos duelos de honor del siglo XIX.
Con el paso de los años, los duelos de honor, a tiros o a navajazos, lo mismo que las frecuentes peleas callejeras o a las puertas de las tabernas, con borrachos tambaleantes, fueron paulatinamente por el espectáculo de boxeo amañado emitido por la pantalla en blanco y negro de los primeros televisores. En aquellas retransmisiones, la sangre que brotaba de las narices de los púgiles perdía el color rojo de la tragedia: era tan negra como los sucios negocios que escondían los combates a quince asaltos en los que se apostaba a favor o en contra de la salud y hasta la vida de seres humanos.
El boxeo fue a partir del invento de la televisión una válvula de escape para liberar la agresividad que los niños de Fuentes mamaban desde la más tierna infancia. En realidad, la infancia se hizo en Fuentes tierna mucho después de los setenta del siglo pasado. Antes, la infancia fue siempre dura y, con frecuencia, cruel. Había que hacerse hombre antes de que tuvieras fuerzas para manejar una escardilla o habilidad suficiente para endiñar una pedrada en la chola del rival. La pasión por el boxeo paralizó Fuentes bastantes veces. Una de ellas fue la noche del 7 de mayo de 1975, cuando la taberna de Paco España quedó anegada por la tristeza: José Durán había perdido el combate por el título mundial contra el brasileño Miguel de Oliveira en un ring de Mónaco.
En la barra de la taberna, Francisco el Penco, Cristóbal Jardinero, su hijo Juanito, Garaña, Manolito Andonda, Manuel Matapollos, Luis el Beato, Paco España, el Niño de la Justita, el Nene de Paco España, el Maera y su hijo Rosendito, el Mestizo y el Canani, entre otros, habían creído en la superioridad de Durán, pero los quince asaltos dieron la victoria de Oliveira. Durán tuvo nueva oportunidad, esta vez el 18 de mayo de 1976, contra el japonés Koichi Wajima en Tokio, de la que salió con el título mundial superwelter bajo el brazo. Aquel combate, televisado a la una de la tarde, fue lo más grande que ha vivido la afición boxística fontaniega. Volaban las asaduras, las morcillas y el vino mientras Paco España, fanatizado y coreado por Cristóbal y Juanito, gritaba ¡venga, Durán atízale! ¡Dale!, chillaban a coro Luis el Beato, Garaña y Manuel Matapollos. ¡Tíralo a la lona! ¡Déjalo KO!, reclamaba a voces Manolito Andonda.
Hace 45 años de aquella pelea y todavía es recordada como la mayor gesta del boxeo español. Las pocas tabernas que tenían televisión estaban llenas viendo el combate y, en los campos, los cabreros oyendo la retransmisión que daba la radio. Por aquella misma radio de la época pudimos oír a José María García, en su programa de la medianoche hacer burla de la tartamudez de Perico Fernández, uno de los históricos rivales de Durán, pero cuando quiso entrevistar al nuevo campeón del mundo, éste le espetó al locutor “conmigo, tontería ninguna ¿eh?”. En aquella época había habido en España pugilistas de la talla de Urtain, Pedro Carrasco y José Legrá. Había en Fuentes hombres tan fanfarrones que se atrevía a retar al boxeador argentino Ringo Bonavena, actor y cantante, conocido en el mundo pugilístico como el “Rey sin corona”.
En aquel Fuentes había un reto entre José el Escolástico y Manuel Matapollos en la sede del partido comunista, frente a la fuente de María la fresca. Tal como éramos: cultura, escasa. Los puños eran el argumento aquí y en todas partes. Trescientos millones de hogares de todo el mundo presenciaron el combate entre Joe Frazier y Cassius Clay de 1971. Los guantes de Frazier, hechos de crin, humeaba ante los ojos de la afición fontaniega hasta que tumbaron a Clay contra la lona. Si Cervantes en vez de escribir El Quijote hubiese sido boxeador habría tenido boquiabiertos a todos los hombres de Fuentes. Hoy en día no es que Cervantes noquee desde los anaqueles de las letras, pero tampoco el boxeo.
Los últimos puñetazos de Fuentes los dio Leonardo Muñoz, tío político del que escribe, pero no en un combate a quince asaltos, sino contra la mesa porque en la quiniela le había fallado el 2 del Tarragona-Murcia para conseguir doce aciertos, que en la época podía suponer un pellizco de dinero muy curioso. Quiso hacerse boxeador porque él, con 18 años, era capaz de descargar solo un camión de sacos de harina y, a continuación, ganarle un combate a Ringo Bonavena. Las cosas del Fuentes de entonces.