En Fuentes hay apenas un puñado de cosas en las que predomina el acuerdo. Una de ellas podría ser que Fuentes es un pueblo compuesto fundamentalmente por clase obrera. Otra podría ser que la clase obrera, los de abajo, siempre paga los platos rotos. La más desfavorecida, los "poca ropa", lo que en Francia llamaron los "sans-culotte", los sin calzones. Pues bien, hubo un tiempo en el que la clase obrera creyó posible alcanzar el paraíso. Fue a través del espejismo del falso comunismo que le ofrecían el PCE, la URSS y sus satélites. A la clase obrera le hablaron de un paraíso en el que habría salarios dignos, viviendas accesibles, libertad y jubilación tranquila. Los medios de producción serían de todos y el país rebosaría prosperidad. La clase obrera de Fuentes buscó aquella quimera de la que hablaban Sebastián Catalino y el Tío los Hierros, entre otros.

Hasta aquí, el sueño. Luego, la clase obrera volvió a la orfandad al descubrir que en aquel paraíso el capitalismo salvaje del patrón individual había sido sustituido por el capitalismo sin alma del estado. Cuando comprobaron que en los países llamados comunistas los viejos patrones habían sido sustituidos por los funcionarios del partido y burócratas del estado, adoptando sus mismos o peores comportamientos, el sueño del paraíso saltó hecho añicos y el jornalero de Fuentes se vio de nuevo desamparado. Tampoco en los países comunistas los obreros cobraban buenos salarios y sí, también pasaban frío y los disidente eran reprimidos. Lo mismo que en todas partes. ¿Qué hacer? Emigrar, trabajar, hipotecarse para comprar un piso y luchar, siempre luchar contra los elementos, que este caso no son la lluvia, el frío o el calor, sino los desalmados explotadores.

El encuentro en los países ricos de Europa entre los jornaleros fontaniegos y los emigrantes rumanos o polacos fue demoledor para el PCE. El paraíso no estaba al otro lado del telón de acero, donde también mataban por motivos políticos. En Fuentes había abusos en todos los tajos. Cuando un maestro albañil montado en lo alto del andamio mandaba al peón hacer yeso y no venía en condiciones le tiraba el cubo a la cabeza. Menos mal que los maestros andaban fatal de puntería. Un maestro albañil era Dios, la aristocracia del andamio, y un peón no era nadie. El maestro controlaba el trabajo de los oficiales, que si no ponían el número de ladrillos exigidos estaban de patitas en la calle al día siguiente sin más consideración. Entre los humos del maestro y el despotismo del oficial, el peón acababa cada día la jornada reventado.

Había un refrán que decía "lo más malo que hay es un pobre harto pan". Eso iban por algunos maestros albañiles. También se decía "si quieres conocer a Paquillo, dale un carguillo". El maestro albañil era, como el manijero, un dios del Olimpo. Por eso y los los bajos salario hubo aquella estampida de peones de albañil hacia las fábricas de Barcelona y Alemania o los hoteles de Mallorca. Allí la vida era otra cosa. Había que trabajar tanto o más que en el andamio, pero al menos el salario era mejor, llegaba puntual cada mes y a uno lo trataban como se trata a las personas. Existían los convenios y los delegados sindicales. ¡Hasta vacaciones pagadas, horas extras y pagas extras había! Aquello no es que fuera el paraíso que proponían los comunistas, pero al menos tenía algo que podría parecerse el limbo de los inocentes del que hablaban los curas.

La clase obrera lleva toda la vida queriendo ir al cielo, pero siempre la acaban mandando al infierno. Porque aquello del limbo de las horas extras no dejaba de ser, como el falso comunismo, otro espejismo repleto de hipotecas, letras del coche, IRPF, inflaciones y facturas. Entonces se hablaba del coste de la cesta de la compra. Ahora sería más correcto hablar del carrito del supermercado que, sí, va cargado hasta arriba, pero qué trabajito cuesta acarrearlo hasta la casa. La gasolina anda por las nubes y sólo la luz parece haberse apiadado últimamente del bolsillo de los consumidores. Esta última denominación, la de consumidores, es la que mejor define a lo que antaño era conocida como "clase obrera". Ascendido a la categoría de consumidor, el obrero ya no aspira a paraíso o limbo alguno. Se conforma con una tarjeta de crédito con cargo a final de mes.

Además, el traje de consumidores acoge sin que le crujan las costuras a jornaleros y a profesionales liberales, a peones y a maestros albañiles, a barrenderos y a ingenieros. Por fin, el maestro albañil comparte clase con aquel peón al que a punto estuvo de romperle la crisma con la gaveta del yeso aguado. Y el médico con el celador. La igualdad está por fin al alcance de la mano. A esto se llama ascenso social, pero no por el bolsillo, sino por el verbo. Como mano en guante, entraba en la categoría de consumidor el que compraba en aquellos años un terrenito por dos millones (de pesetas, claro está), se entrampa con otros siete millones y se construía una casita (pequeña, claro está). Al cabo de los años (bastantes años, claro está) levantaba la hipoteca y a vivir que son dos días. De obrero, nada. Propietario, que es como decir consumidor.

Ahora, los hijos de aquel consumidor de la casita siguen siendo consumidores, aunque en vez cargar con una deuda de nueve millones tiene que hacerlo, tirando por lo bajo, de ciento vente mil euros, que son 20 millones de pesetas, aunque las pesetas sean más viejas de los duros de Cádiz. Si en vez de hacerse la casa en Fuentes opta por comprar un pisito en una capital de provincia, la broma le sube a 180.000 euros, tirando también por lo bajo. Los alquileres no están más fáciles, especialmente allí donde puede haber trabajo, la costa o las ciudades. A ver qué trabajador, con un salario de 1.300 euros, puede pagar un alquiler de 1.000 euros y comer durante un mes inacabable. Por más consumidor y menos clase obrera que se considere. O sea, que la clase obrera sigue con el agua al cuello. Perdón, el consumidor que si los duros de Cádiz son antiguos, lo de clase obrera...

Para el obrero es duro abandonar las raíces, pero la pobreza es tan pobre la pobre que la única palabra de su pobre vocabulario es emigración. Así de triste. Muchas lágrimas han derramado los fontaniegos por tener las habichuelas tan lejos de Fuentes. Puede que el bolsillo de los empresarios de nuestro pueblo no pueda cumplir los convenios, pero en Francia la clase obrera (que aún sueña con el paraíso) a toque de silbato, provista con chalecos amarillos y rojos, sale a la calle contra las injusticias. En cambio, el obrero español (perdón, el consumidor) traga y traga.

El final de este cuento sólo puede tener un final, según el cual, el paraíso ni estaba en el comunismo que decía el PCE ni en el capitalismo que decía Alianza Popular. Ni siquiera estaba en la socialdemocracia, que decía el PSOE. El paraíso debe de andar en la estratosfera, por lo menos. Para alcanzarlo habría que viajar, impulsados con un cohete, "hasta el infinito y más allá", que proclamaba Woody, el personaje de Toy Story. Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.