Un día le pregunté por qué tenía tantas arrugas y por qué no se trataba con cremas esa hermosa piel quemada y reseca. Ella me miró y temblorosa, como tiembla el pétalo marchito de una flor a punto de caer ante la menor brisa, levemente sonrió. Me dijo que cada arruga era una historia vivida y en cada una guardaba una lección. Tocándose la cara me comentó que prefería tenerlas y mirárselas todos los días en el espejo para no olvidarse de ninguna de ellas cuando por su rostro resbalara, haciendo meandros, cualquier lágrima o cualquier gota de sudor.

“Ésta para ser todo lo generosa que se pueda con los demás. Ésta otra para no enfadarse tanto y perdonar. Unas para recordar lo importante que es ponerse en los zapatos de otros y probar andar. Otras para saber que el tiempo, aunque parezca un barco varado en alta mar, es como un tren que pasa a toda velocidad”. “La vida, hijo mío, es como esas olas, tranquilas unas veces, intrépidas las más pero que, incansables, vienen y van, vienen y van”.

Las arrugas en las que yo más me fijaba eran las que resaltaban en sus manos y en sus ojos. Las de las manos me recordaban el trabajo agotador, de sol a sol, en el campo, la casa, el marido, los niños, los padres, sin tiempo apenas para descansar, y que habían dejado unas huellas indelebles en todos sus cansados y curvados huesos… Y las de los ojos, surcos como diques de contención, que reflejaban los intentos imposibles para reír más y llorar menos.

Pero en su rostro, macilento y abatido, también se veían estelas y pliegues que eran heridas sin cicatrizar. Las del miedo, el silencio, el vacío, el machismo, la represión.
Ella fue una de aquellas mujeres a las que se les desangró la vida resistiendo en permanentes combates en una interminable guerra. Siempre en las trincheras. Mujeres de la calle Mediomanto, de cualquier calle de un pueblo cualquiera. Mujeres siempre vestidas de negro, roete de pelo otoñal, enlutadas por la muerte de un padre, una hermana, un marido, una hija. Mujeres que no conocieron otro color, supervivientes que hoy cumplirían más de cien años y que fueron, pese a todo, rocas duras, agua fresca bajo las yerbas de la pradera, soles apagados que doraban la tierra, mujeres, mujeres que nadie vindica, que nadie recuerda.

Aquellas que ya no están entre nosotros, ya no blanden nuestras manos, no aroman nuestras vidas, ni miman nuestras huellas, pero cuyos recuerdos aún hoy nos hacen llorar y nos introducen en la memoria del vacío y en el silencio profundo de a quienes les fueron robadas tan impunemente sus historias. Mujeres tiernas como flores de papel, resistentes como juncos en mitad del huracán.

Viejas mujeres de negro sobre las que aún hoy pende un pesado manto de silencio, que sufrieron, que callaron, que apretaron los dientes y trataron, como pudieron, seguir viviendo. Mujeres que por la fuerza de los hechos, a escondidas, perdieron la fe en dioses y en iglesias y guardaron para sí sus creencias, pero que en humildes recibidores de zaguanes colocaban la estampa de un santo o una virgen rodeada de jazmines y, cada día, cada noche, les seguían encendiendo velas.

Mujeres que rebuscaban garbanzos, pipas, tagarninas o lo que fuera, servían al señorito, hacían estraperlo, se dejaban las rodillas y las manos fregando losas y quitando mierda. Mujeres privadas de todo atisbo de ir a la escuela porque en su cabeza siempre estaba el hambre de sus hijos, de su familia y de quienes les rodean… el hambre, el hambre que siempre acecha. Mujeres que cuidaban del ganado, de la familia, del pequeño huerto, con sus delantales y cestas, limpiando corrales y casas ajenas. Arreglando el chozo, haciendo cisco, ventilando en la era o vendiendo melones puerta a puerta. Por agua a la fuente, al pozo o al pilar, para la comida, la higiene y lavar, mamar de sus tetas, culos que limpiar, cosiendo remiendos y bajos, ropas y sábanas que tenían que durar, la comida para todos y la alcoba para el marido, sin apenas intimidad, parir como animales y no parar, no parar…

Mujeres que un día inesperado fueron cruzadas por la guerra, y la vida se la partieron en mil piezas desechas, que parieron hijos que morían entre sus manos antes de que el llanto se convirtiera en su primera queja. Mujeres que en soberaos, entre los dolores del parto, morían y esparcían sus últimas penas. Mujeres que dieron hijos e hijas que se entregaron para defender una vida más digna y llevadera, y se los devolvieron hechos trozos, violadas y asesinadas, tiradas en pozos y cunetas.

Esas heroínas de la vida, a quienes les fueron saqueados el deseo y el placer de disfrutar de sus cuerpos y de ser ellas, feministas sin banderas, cuyos nombres fueron borrados de la historia y las páginas donde grabaron sus arrojos y valentías quedaron en la desmemoria… Esas mujeres únicas e irrepetibles, madres de nuestras madres, propiedad del varón que les daba sus señas, luchadoras, sufridoras, esas que murieron en el más absoluto mutismo y olvidadas, esas, esas hermosas flores sin primavera, que olían a comida rica y abrazaban con tanta fuerza…

Esas mariposas que brillarán siempre sobre el fondo oscuro de su existencia, sobre las que podrían escribirse miles de folios, cientos de libros, esquelas, charlas y conferencias. Esas que marcaron nuestra identidad y que fueron… fueron nuestras abuelas. A  todas ellas, por ellas… Sin su resistencia, su sufrimiento, sus esfuerzos, su entrega ¿qué habría sido de nuestros padres, sus hijos e hijas, y de nosotros, sus nietos y nietas?

Las Capotitas, la Joaquina de Cañestro, la Nieves la Choriza, la Luisa Cabocañón, la Chacha de Malaspatas, la Carmelita, la Rosarito Sierra, la Salud y la Niña Morillo, la Niña Grande, la Mercedes del Triguito, la Dolores y la Matilde la Borraja, la Mercedes del Píldoro, la Anita de la Eli, la Ana María de Niíto, la Mercedes y la Carmelita Barco, la María la Liebre, la Mercedes de Chatito, la Rufina, la Pepa y la Ramona de la Escuera, la Chica, la Gertrudis Calatrava, la Juana la Gazpacha, la Rubia Jaqueta, la Isabel y la Rosario de la Primita, la Mariquita del Tatao, la Rosario la Tranca, la Rosarito de Garaña, la Batri, la Dolores Villares, la Rosario la Chata, la Gertrudis  Chamarín, la Luisita García, la Chocha, la Pepita y la Mariquita Pulguitas, la Cristobalina, la Rosario la Morterona, la Anita de Ramón, la Niña Rebeca, la Carmen la Vendabala, la Margarita, la Niña Concha y la Tinajera… 

Y tantas y tantas abuelas de mi pueblo que sufrieron el envite de tres guerras, la represión de la dictadura, el hambre, el olvido y la miseria. En memoria y recuerdo de todas ellas, por ellas…