En aquellos años había en Fuentes dos bares de cabecera, el de Antonio Catalina y el de Benito. Había otros bares que traían de cabeza, como el Herradura, pero los de cabecera eran esos dos, uno en la calle Mayor y otro en la calle la Huerta, esquina con la calle Ancha. En el primero se cocía y en el segundo se freía. En la calle Mayor se cocían (y calentaba) la política y la economía, en la calle la Huerta se freían calamares. En los dos se colaba el café mañanero, pero mientras en el Catalino el café miraba para dentro, el de Benito miraba para fuera, rumbo al campo y al camión viajero que llevaba a la gente a los médicos y al instituto de Écija.

El Catalino compitió un tiempo con el Parro de la Carrera -al principio ganaba el Parro, pero al final los Catalino se llevaron el gato al agua- como el Benito compitió con el Herradura. Aunque a calamares fritos, Benito Villalón no tuvo rival. Nunca nadie los frió mejor y aquello bien merece una oda a los calamares fritos del bar Benito, que además de ser verdad, rima. De Benito podría decirse que inventó dos cosas importantes, la puntualidad por medio de Pepe la Serrana y los calamares a la romana. En realidad, el arte de la fritura puede ser que no fuese otra cosa que un buen plagio de algún bar de Sevilla. Los bares de entonces se miraban de reojo como ahora miran y copian recetas de Google.

De lo que no cabe duda es del invento de la puntualidad. Primero, porque Benito abría sus puertas antes de que pusieran las calles y, segundo, porque dos horas antes de que llegara el camión viajero de Écija estaba esperando Pepe la Serrana para recoger las tortas de la película que se iba a proyectar ese día en el cine Avenida. Aquel hábito dejó grabado en la memoria de los fontaniegos el dicho "eres más puntual que Pepe la Serrana". El hombre era empleado del cine Avenida, cuyo dueño era ecijano y mandaba a Fuentes las películas con el chófer del autobús de la tarde. Los días que había película, dos horas antes de su llegada estaba sentado Pepe la Serrana en la terraza del bar Benito esperando el rollo de celuloide. Algunos guasones se reían de su puntualidad.

Si el cine Avenida y el bar Benito siguieran existiendo, las películas llegarían a manos de Pepe la Serrana directamente por Amazon o incluso por internet vía wetransfer. Pero Pepe la Serrana seguiría estando puntual en la terraza del bar Benito y ahora nadie tomaría a broma su fidelidad con el reloj. Si esas cosas pasan en el cine, ¿por qué no habrían de pasar en la realidad?

Estaba el bar Benito donde ahora está la oficina de Correos. Ahora franquean cartas en el mismo sitio donde entonces las familias pudientes franqueaban a sus hijos e hijas hacia un futuro mejor, previo paso por el instituto de Écija. Sin embargo, mientras para algunos de aquellos chicos y chicas la estación intermedia del bar Benito era la entrada del paraíso, para otros -los malos estudiantes- lo era del infierno.

Como avanzadilla estafeta de Correos, Benito mandaba a cada cual a su destino. En aquel camión viajero, unos iban con billete de vuelta y otros sólo de ida. Unos a la emigración, otros al tajo jornalero -previo fracaso escolar- y unos pocos escogidos a la universidad. Pero en aquellos eneros de los años setenta, la avaricia de frío de las mañanas de niebla no hacía distingos y castigaba por igual a los que viajaban al paraíso, sin vuelta, como a los que se dirigían al infierno con las narices rojas y los pies helados. Al purgatorio iban los estudiantes de primer curso, a los que les esperaba la novatada cruel de la cagarruta. Por la puerta del bar Benito era imposible pasar indiferente y sin un destino implacable.

El autobús de la empresa Andújar, propiedad de los hermanos Madero, paraba a las 7 de la mañana junto al bar para recoger a los estudiantes que iban a Écija todos los lunes. El conductor era el Barba, pelirrojo y fumador empedernido. Cero grados hacía cuando salía de Fuentes y menos dos cuando llegaba a Écija. Allí iban Mercedes, Esther, Eva, Victoria, Sara, Socorro, Aurora, Rosalía, Mari Nieves, Manoli Barcia, Verdún, Paco Paniagua, Carrero Perea, Fernández de Peñaranda, Manuel Caballero, Mariano, Ramón Barcia, Manolito Barcia... Justo el Carpintero discutía con algunos estudiantes y decía que Física y Química había que estudiarla de memoria.

Los clientes más habituales eran los albañiles Silvestre -Antonio y Rafael- José el Cuervo, el Pini, los del polvero Perico, José y Fernando. José Luis Arropía comentaba en la barra lo bien que jugaba al fútbol la selección de Dinamarca, con los hermanos Laudrup. Pepe Caro "Pollón" le sacaba el parecido a todo el bar. Calderón, hombre grueso de pelo negro, asiduo del autobús de Écija, en invierno con su chaquetón negro para protegerse del frío, siempre con el ABC debajo del brazo. Aficionados al fútbol frecuentaban el bar Benito. Domingo Perrengue, Paco Mateo y Manolo Crespo, entre otros. En la puerta se ponía el famoso José Escolástico, con aquella gracia de retranca fontaniega, calcada de José el Viruta, con su puesto de chucherías apostado frente al bar Benito.

El maestro Barreta (Antonio Carretero Borbón) era el albañil que mejor trazaba las escaleras y el más tempranero para tomarse su café con leche antes de coger el autobús de Écija, muy abrigado con su chaquetón azul. Frente al bar Benito estaban el churrero Luis Soldado y Carmela, la peluquera más rumbosa que ha visto Fuentes. Uno freía masa y otra calentaba los pelos para la permanente. Algo más allá, el puesto la Piompa y, más acá, el polvero de Perico, con José el maestro la Villa.

La puerta del bar Benito, como la de todos los bares de aquellos años, era la puerta del suplicio para las muchachas guapas. ¡Anda que no vivían muchachas bonitas en el barrio la Rana! Todas sufrían cada día por la calle la Huerta el castigo de los piropos -pocos ajustados, muchos fuera de tono- que les dirigían los parroquianos de las terrazas del Benito y del Herradura. No quieren caldo, pues dos tazas. Las dos puertas del suplicio competían en tapas y en amargarles el paso a las jovencitas.

Antes que de Benito, el bar de la calle la Huerta fue de Francisco Miranda "Francisquillo" y su mujer Pepa. Era entonces más pequeño, tenía entrada única por la calle Huerta y había que bajar unos escalones. Fue así en la década de los cincuenta, hasta que Francisquillo se fue a la plaza de abajo, con el que trabajó Pepe Villalón, hijo mayor de Benito. El año 60 resultó ser de grandes cambios en Fuentes. Uno de ellos fue la compra del pequeño y viejo bar de la esquina de la Huerta para reformarlo y reflotarlo. Vaya si lo reflotó y lo puso viento en popa. Acababan de llegar a Fuentes los primeros televisores que extendieron la euforia futbolística y aquellos que habían sido forofos del Fuentes pasaron a serlo del Betis, del Sevilla, del Barcelona o del Real Madrid, cuando no del Atletic de Bilbao. Benito puso precio al espectáculo cobrando dos reales o una peseta por partido.

El bar era un cuadrado de 10 metros de lado, bastante grande para la época y con un espacioso salón. Dos ventanas rectangulares daban a la calle Ancha y otras dos a la calle la huerta. Abrió dos puertas a la calle Ancha y mantuvo la que daba a la calle la Huerta. Entrando por la Huerta, la enorme barra de acero inoxidable estaba a la izquierda. Los azulejos eran oscuros, tenía máquina de café, botellero y puerta de la cocina.  Tenía planta de arriba y poco a poco fue introduciendo novedades como máquina tragaperras, televisor y mesa de billar, cuyas bolas sirvieron una vez para librar una pelea entre mayetes. Las sillas eran de madera y vetas marrones y negras en el respaldo, con reposabrazos de hierro negro.

Trabajaron Benito Villalón, su mujer Dolores Ávila y sus hijos Pepe, Benito, Rogelio, María, Dolores, Angelita, Carmen e Isabel. Conforme fueron casándose dejaron atrás el bar. Cuando aproximadamente por el año 70, Benito lo dejó su yerno Ángel y su hija Angelita tomaron el relevo. Siete años más tarde pasa a manos de Ramón Rodríguez Ávila y de su mujer Dolores, que se casaron allí mismo una mañana de domingo. Los clientes más asiduos eran Barrera, Pantalón y Manolo el Paillero. Con Ramón se enseñó con 14 años Alonso Giménez Aguilar, que años más tarde llevó el bar. Trabajaron los padres de Ramón, Fernando Rodríguez y Josefa Ávila y sus hermanos Eli, Mari, Fernandi, Manolo y Antonia. Después trabajó en el bar la familia Currete: David Giménez, su mujer María Aguilar y sus hijos María Dolores, Fernanda, Herminia y Alonso.

Terminada la etapa de la familia de David Giménez, empezó Rogelio, hijo de Benito Villalón. Trabajaron Rogelio, su mujer Mari y sus hijos Israel, Caixe, Moisés y Rogelín. El bar cierra definitivamente cuando Rogelio se retira, muere Benito Villalón, y sus herederos deciden venderlo para hacer la oficina de correos. Estamos en los umbrales del año 2000, Odisea del espacio. Memoria congelada y calamares bien fritos del bar Benito.

(En la foto de apretura aparecen, detrás de la barra, Benito Villalón, su esposa Dolores Ávila, sus hijos Pepe y Dolores y sus sobrinos políticos Ramón y Fernando Ávila)