Las personas tenemos ojos de niño y ojos de adulto. El mundo visto con ojos de niño es plano, limpio, transparente y deja en la memoria un rastro indeleble, aunque después el cerebro se empeñe en aplicarle la goma de borrar a capítulos poco gratos. Con los años, el mundo va perdiendo transparencia, esconde pliegues más o menos turbios que el paso del tiempo intenta ennoblecer. De esa forma, el paladar logra agigantar el sabor de aquel postre que hacía la madre y el oído llenar de melodías el villancico entonado con la cuchara sobre la panza de la botella de anís El Mono. Tiernamente, nos engañamos -está bien que así sea- cada vez que llegan los días de la nostalgia navideña.

Con aquellos ojos aún limpios, aunque despuntando la insolencia de los primeros cigarrillos de la juventud, vemos la llovizna de la Nochebuena de 1981 desde la puerta de la taberna del Pedrero, que ahora llaman "Las Tinajas", en la explanada de la Estación. Los oídos limpios hacían transparentes aquellos versos de José Feliciano cantando "Feliz Navidad, feliz Navidad", medio en castellano, medio en inglés. "Feliz Navidad, próspero año / y felicidad / I wanna wish you a merry Christmas. I wanna wish you a merry Christmas. Feliz Navidad, próspero año y felicidad". Acostumbrados a tener tan poca cosa, a nosotros nos bastaba con entender sólo los deseos de la primera estrofa para disfrutar de una Navidad feliz al lado de tres amigos en la barra del Pedrero.

Aquella Nochebuena triste de 1981 -todas las Nochebuenas tienen la misma banda sonora de deseos de felicidad sobre un fondo triste- chispeaba de forma lánguida y austera sobre los tejados de Fuentes. Austera era la lluvia y austeras eran las cenas de aquellas Nochebuenas de los setenta y ochenta. Todo dependía del campo, el siempre cicatero campo, y del cielo, el siempre cicatero cielo. De menú, una sopa de pollo amarilla con pimienta y carne de algún pollo de corral propio. El pavo era de otra gente. Detrás llegaba el primer día de Pascua, seguido del segundo y del tercer día de Pascua. Así le decíamos a la sucesión de jornadas que conducían de la Navidad al año nuevo.

Era costumbre, después de comer la sopa con pollo, tomar una copa de anís con la caja de mantecados de Estepa, copa y mantecados que sabían a gloria. A continuación, los beatos y beatas cumplían la penitencia del frío en la misa del gallo. Si oír misa es cumplir con Dios, hacerlo una media noche de finales de diciembre, cortitos de ropa y con el viento del paseíto la Plancha en la cara, debe de ser cumplir con todos los santos, vírgenes, ángeles y arcángeles del cielo. El demonio era el aire que subía por la calle Convento y bajaba por San Sebastián. Por eso, aquella noche, José María Colorado "Chicaíngo" y yo habíamos dejado la misa para un momento menos trascendente y nos refugiamos alrededor de la "catalítica" del Pedrero. José María acababa de llegar de Barcelona con el zurrón tan lleno de nostalgia como el estómago huérfano del aguardiente de Rigo.

Poco necesitabas entonces para hacer inolvidable una Nochebuena. Compañía, charla y dos copas con los amigos en la taberna del Pedrero. ¡Ah, y la estufa que Manuel Hogaza tenía en la taberna! Éramos apenas chavales de 15 o 16 años, sin novia, ni edad para entrar aquella noche en la discoteca Silvia. Éramos poco más que un par de navegantes en busca de una tempestad que diera al menos apariencia de hazaña a aquellos primeros cigarrillos fumados en la clandestinidad. Entonces, Manuel Hogaza nos acogió en su regazo tabernario. Aquel bar había sido de José el Pedrero, pasó después a su yerno Juan Ayora y por último lo compró Manuel Hogaza, que sólo era Manuel Hogaza por esas cosas que tiene Fuentes poniendo motes, aunque en realidad se llamaba Manuel Borja y la taberna era ancá Pedrero. En Fuentes reina la más absoluta confusión de los sustantivos.

El ambiente aquella noche estaba en las discotecas de jerraúra y de Rafael Jarapo que llamaban Skylab en honor de la primera estación espacial, pero José María y yo optamos libremente por acogernos a sagrado ancá Pedrero. Como en un humilde pesebre, en aquel rectángulo con mostrador negro de vetas blancas y taburetes, sin borrico, vaca ni estrella iluminada, estábamos pasando nuestra Nochebuena cuando se abrió la puerta y apareció Bernardo el Legionario en busca del calor que da una copa de coñac. En ese instante, el radiocasette proclamaba a los cuatro vientos la buena nueva del nacimiento del niño Dios. Campana sobre campana / Y sobre campana una / Asómate a la ventana / Verás el niño en la cuna. A Bernardo le pegaba más otro villancico que decía que hacia Belén va una burra, rin, rin / Yo me remendaba, yo me remendé / Yo me eché un remiendo, yo me lo quité / Cargada de chocolate.

Bernardo aquella noche estaba melancólico y repetía igual que un estribillo que un hombre, cuando llega la hora, lo que tiene que hacer es casarse, tener hijos y un hogar en el que pasar la Nochebuena. El hombre era pelirrojo como el pintor de Los Girasoles y llevaba a gala ser el único tatuado de Fuentes. Un precursor de la moda, un adelantado a su tiempo, aunque entonces era tenido por marginado social. Bernardo era la imagen viva del legionario, el pecho descubierto y más derecho que un junco, al menos antes de haber tomado las partes proporcionales de coñac y aguardiente que le correspondían a su paso de ancá Ángel Gómez a ancá Pedrero.

También conversábamos de los muchos emigrantes jóvenes que volvían a pasar la Nochevieja con sus padres, como Sebastián Caraballo "Chico Monumento", que con su Renault 6 llegaba desde Elche para ver a su buena Isabel. Hablamos de ir a Écija a comprar la novela "El camino", de Miguel Delibes, en la que escribió que los curas llaman sobrinos a sus hijos. Ya los limpios ojos de niños empezaban a tornarse turbios de realidad, aunque cada Navidad registraran una cierta regresión, como si las figuritas de los belenes, con sus ovejitas, sus ríos de papel de plata y sus pastores venid, pastores, llegad, tuvieran la propiedad de limpiar las impurezas que los años iban depositando en las pupilas infantiles.

Con aquellos villancicos de fondo hablamos de que habíamos visto a Rafael Turutu, hijo de Manolo el Varón, salir de ancá Paco España, con una Coca Cola en la mano diciendo que estaban cayendo duros y pesetas, lo que para él significaba que estaba chispeando y esperaba que lloviera más. Rafael era agricultor y de la cuna le venía mirar al cielo todos los días por ver si caían pesetas, duros o dolores de barriga. Pasados los años, Rafael el Turutu dejó de mirar al cielo buscando sobrevivir y creó "Artesanía Ruth", un negocio realmente próspero, tanto como este articulista les desea a todos ustedes para el año 2024 que está llamando a la puerta. Feliz Navidad, próspero año y felicidad. I wanna wish you a merry Christmas.