Durante años, cada vez que les decía a mis alumnos que no compraba en Amazon, me miraban como si acabara de confesar que no usaba electricidad o que vivía sin agua caliente. Algunas cejas se alzaban incrédulas, otras se arqueaban con una mezcla de compasión y sospecha. En un mundo donde “comprar en Amazon” ha dejado de ser una opción para convertirse casi en un reflejo automático, mi negativa parecía una excentricidad, si no un gesto inútil. Solía explicarles algunas razones al vuelo, siempre a medias, apremiadas por el tiempo requerido por otros contenidos. Al final, siempre posponía un debate que nunca llegó. Me ha quedado la sensación de haber dejado algo sin cerrar, de no haber podido ofrecer un relato completo, argumentado, sereno. Aquello que en ellos ya había hecho cuerpo -la compra inmediata, la entrega relámpago, la ilusión del buen precio- merecía, al menos, un contrapunto reflexivo.

Es cierto que a muchos no les pasaba por la cabeza preguntarse si detrás de esa comodidad había algo más. En el fondo, lo que se transparentaba era una cierta renuncia al sentido comunitario, una aceptación resignada -y a veces orgullosa- del individualismo como norma. Por eso he reunido varias razones. No buscan adoctrinar ni señalar con el dedo. Son razones personales, pero documentadas. Críticas, pero didácticas. Las publicaré en dos entregas, en estas páginas que, en su propio nombre recuerdan lo que está en juego en estos tiempos: Información. Y si alguna de ellas logra despertar alguna incomodidad fecunda, entonces habrá merecido la pena.

1. Evasión o elusión fiscal: ¿Quién paga realmente las facturas? Si tuviésemos que expresarnos eufemísticamente, diríamos que, en la economía actual, caracterizada por la rapidez de las transacciones digitales, los sistemas fiscales continúan basándose en criterios territoriales tradicionales. Esto, técnicamente, significa que se pagan impuestos principalmente en el país donde la empresa declara tener su sede oficial -aunque en realidad no tenga allí casi ninguna actividad- y no en los países donde realmente vende sus productos o presta sus servicios. Dicho en román paladino: las grandes plataformas digitales, como Amazon, logran pagar menos impuestos porque no tributan en los países donde obtienen sus beneficios, sino que trasladan sus ingresos y gastos a países con leyes fiscales más suaves -lo que se conoce como “paraísos fiscales” o territorios “amigables” para las empresas-. Este traslado contable consiste, por ejemplo, en registrar sus ventas o beneficios en ese otro país, aunque esas ventas se hayan producido en otro lugar.

Este fraude legal -porque eso es manipular las normas para no pagar lo que corresponde- funciona de forma sencilla: las multinacionales eligen domiciliarse en países que ofrecen rebajas fiscales, como Luxemburgo en el caso de Amazon. Allí concentran formalmente sus ingresos europeos, aunque la actividad comercial y la generación real de riqueza se produzca en España, Francia o Alemania. Según datos recogidos por Neate (2021), en 2020 Amazon facturó más de 44.000 millones de euros en Europa sin declarar beneficios tributables.

El impacto para España, como para otros países afectados, es directo: menos ingresos públicos, menos recursos para financiar sanidad, educación, infraestructuras y servicios sociales. Volvamos al román paladino: es como si el repartidor de Amazon me dejara el paquete en la puerta, pero antes metiera la mano en mi cartera y, en nombre de la empresa, se llevara un billete de veinte. Y, aun así, al día siguiente, yo volviera a comprarle tan campante. En la realidad no mete la mano directamente: se lo lleva por la puerta de atrás, al esquivar los impuestos que, en justicia, le correspondería pagar. Y ese dinero que se esfumó podría haber servido para comprar el columpio del parque donde juega -o ya no juega- mi nieta. Porque Amazon no tributa aquí, pero sí se sirve de nuestras calles, nuestros repartidores, nuestras infraestructuras… y de nuestros datos.

Ante esta situación, España impulsó el llamado Impuesto sobre Determinados Servicios Digitales, conocido como "tasa Google", para gravar parcialmente a estas grandes tecnológicas. Sin embargo, Amazon trasladó el coste al consumidor final, aplicando un recargo del 3% a los productos afectados. La maniobra demuestra hasta qué punto estas empresas no solo eluden su responsabilidad fiscal, sino que además disponen del poder suficiente para esquivar cualquier intento de regulación que les resulte incómodo. Me pregunto cómo es posible que haya tantos y tantas a quienes no les hierva la sangre.

Cada compra realizada en Amazon contribuye, por tanto, a reforzar un modelo injusto: uno en el que las pequeñas y medianas empresas cumplen con sus obligaciones fiscales mientras los gigantes digitales multiplican sus beneficios a costa de todos. El precio que no se paga al hacer clic sobre un producto termina pagándose, de forma más sutil pero igualmente real, en la factura colectiva de los servicios públicos deteriorados.

Aquí se encuentran algunas de las razones -no todas, hay muchas más- por las que yo no compro nada en Amazon. Porque, quizás de manera ingenua, sigo convencido de que si un número importante de compatriotas se unieran a esta forma de presión, la empresa se vería obligada a dejar de esquivar los impuestos mediante trampas. Y esos ingresos, en lugar de engordar balances en paraísos fiscales, podrían ir donde deben: a sostener nuestros servicios públicos. Si además conseguimos también reducir algo su bolsa de beneficios, estaremos contribuyendo a frenar un poder desmedido que, por su propia naturaleza, representa un riesgo que no deberíamos tomarnos a la ligera.

2. Competencia desleal y presión a las pymes: el juego de un solo ganador ¿Hay alguna razón -aparte del egoísmo puro y duro- para seguir comprando en Amazon sabiendo que contribuye a asfixiar al comercio local que da vida a nuestras ciudades? Sí, la ignorancia y la desidia. Si quisiéramos expresarlo en términos amables, podríamos decir que Amazon ha dinamizado el comercio electrónico en España, ofreciendo nuevas oportunidades a vendedores y consumidores. Bajo esta perspectiva optimista, su plataforma sería un escaparate abierto al mundo para cualquier pequeña o mediana empresa dispuesta a adaptarse a las reglas del mercado globalizado.
Sin embargo, dejando a un lado los eufemismos, lo cierto es que Amazon ha impuesto unas condiciones que favorecen abiertamente a quien dispone de un poder económico, logístico y tecnológico fuera del alcance de las pymes locales.

Con márgenes que rozan el dumping comercial (vender por debajo del coste para expulsar competidores del mercado) y un control absoluto de la logística y la visibilidad en su plataforma -es decir, decide cómo se transportan los productos, qué aparece primero en las búsquedas y qué ofertas se destacan- Amazon presiona los precios a la baja y fuerza a muchas empresas a vender a través de su propia estructura bajo condiciones claramente asimétricas. Estas condiciones asimétricas significan, por ejemplo, que las pymes no pueden negociar las comisiones que deben pagar por cada venta, ni tienen voz en las decisiones sobre cambios en las políticas internas. Además, Amazon recopila datos sobre sus ventas y comportamiento comercial, que puede luego utilizar para lanzar sus propias marcas blancas en competencia directa, con una ventaja que ningún otro competidor tendría en un mercado justo. Esto no es una cooperación; es subordinación.

Tomemos el caso de una pequeña empresa de productos ecológicos con sede en Valencia. Tras vender durante años en tiendas físicas y mercados locales, decide abrirse al comercio digital y lo hace a través de Amazon. En poco tiempo, se encuentra obligada a asumir una comisión del 15 % por cada venta, a pagar por la logística gestionada por Amazon y a aceptar que sus productos aparezcan por debajo de ofertas similares de marcas propias de la plataforma. Cuando intenta mejorar su posicionamiento, descubre que el algoritmo que ordena los resultados no es transparente y que no tiene control alguno sobre él. La empresa acaba dependiendo por completo de una plataforma que, en lugar de ayudarla a crecer, la convierte en un engranaje más de su maquinaria.

Y mientras Amazon impone sus reglas, los liberales de púlpito -muy envalentonados desde sus columnas y congresos- siguen recitando la letanía del libre mercado. A todos ellos les recomendaría una lectura pausada de Isaiah Berlin -citado por Joseph Stiglitz- que dejó dicho, con la lucidez de quien ve venir al lobo: “La libertad para los lobos ha significado con frecuencia la muerte para las ovejas”. Aquí los lobos no aúllan: optimizan algoritmos, diseñan plataformas, consolidan monopolios, fagocitan a la competencia, esquivan impuestos y sonríen desde su logo mientras se quedan con todo.

A los consumidores esta situación puede parecerles ventajosa: más oferta, mejores precios, entrega rápida. Pero el coste real es menos visible. Cuando las pequeñas empresas desaparecen o pierden margen, la diversidad del mercado se reduce y, a largo plazo, también lo hacen la innovación, la calidad del servicio y la competencia real. Los precios bajos de hoy pueden convertirse en dependencia mañana. Y como ciudadanos, la factura también llega. Porque esas pymes que pierden autonomía o desaparecen son empresas que sí pagan impuestos en España. Si dejan de operar, el Estado recauda menos y eso afecta directamente a la financiación de los servicios públicos. Así, la presión que Amazon ejerce sobre el tejido empresarial local no solo transforma el mercado: empobrece también las arcas públicas y, con ello, el bienestar colectivo.

Por todo esto, y en coherencia con mi conciencia -que no se conforma con mirar solo el precio, sino que se pregunta también por el daño social que hay detrás de cada clic-, yo no compro en Amazon. Quizá sea un gesto minúsculo frente al tamaño del problema, pero sigo creyendo que, si muchos consumidores actuáramos con esta misma lógica, podríamos fortalecer un mercado más justo, proteger nuestros servicios públicos y frenar un poder empresarial desorbitado que, si no se contiene a tiempo, puede acabar condicionando aspectos esenciales de nuestras vidas. Más vale no esperar a palpar sus efectos para darnos cuenta.