Hubo no hace mucho tiempo una mujer en la calle Nueva más clarividente que siete mujeres clarividentes, más generosa que siete mujeres generosas, más valiente que siete mujeres valientes y más querida que siete mujeres queridas. Hubo no hace mucho en la calle Nueva una mujer conocida por todos como la Pepa del Pinto, Josefa Conde González en los papeles, que a su paso por este mundo dejó tras de sí una estela de admiración y agradecimiento. Hubo no hace mucho tiempo una mujer que sigue viva en el recuerdo de muchos de quienes la conocimos.

Aquella mujer más valiente que siete mujeres valientes se enfrentó y puso en fuga a un hombre que le salió una noche al encuentro en los corrales de la calle Nueva. La mujer más generosa que siete mujeres generosas durmió casi toda su vida en un humilde camastro tendido en un galeote sin puerta recortado a la cuadra, con ratas como conejos corriendo sobre el tejado de paja. Aquella mujer clarividente perdió el ojo derecho por un chino lanzado por el escardillo cuando entresacaba melones en los Araíllos. Aquella mujer visionaria se agachó en tinieblas, palpó la tierra con la mano derecha hasta dar con el ojo perdido, lo cogió y caminó con él en en el hueco de la mano para que todos en Fuentes la miraran siempre a los ojos.

La Pepa del Pinto perdió un ojo, pero siguió viendo más que siete mujeres con catorce ojos. A ella acudían buscando cura los "cuajaraos", personas a las que la sangre se le cuajaba en las piernas o brazos como consecuencia de beber agua fría en la canícula del verano. Ella mojaba los dedos pulgares en aceite de oliva y con ellos les frotaba los cuajarones. Después le ordenaba a loss afectados que se colgaran de la escalera que tenía para subir al soberao y en dos sesiones estaban como nuevos. También devolvía a sus sitios los huesos dislocados. Lo había aprendido a base de sanar cabras y ovejas que, decía la Pepa, eran lo mismo que las personas, aunque un poco más desamparadas.

La del Pinto veía las necesidades de tantos vecinos en aquellos años de penurias sin tasa. Que una vecina estaba blanqueando, se arremangaba y blanqueaba. Que una vecina tenía más niños de los que podía atender, se le llevaba alguno de los más pequeños para aliviarle la carga. No podía dar nada porque nada tenía, pero trabajo y apoyo, el que hiciera falta. A la Pepa del Pinto había que verla, calle Nueva abajo, dispuesta a echar una mano en la casa que hiciera falta. Para comer vendía el cisco que hacía Leocadio, el marido. "El Dorao", que era el mote de Leocadio Hidalgo, y la Pepa se habían casado en segundas nupcias. Él tenía dos borricos con los que araba las dos fanegas de los Araíllos. Esas dos fanegas, la casa de la calle Nueva, dos borricos malencarados y varios perros y gatos eran todo su patrimonio.

Leocadio y la Pepa del Pinto habían enviudado jóvenes, ella de un Pinto y él de Dolores la Pelá de la calle la Rosa. Ella siguió siendo la Pepa del Pinto de la calle Nueva, a donde Leocadio se mudó al casarse buscando una mujer que llevara la casa. Y vaya si la encontró. La Pepa del Pinto hacía maravillas con el jornal de Leocadio, cuando lo había. Y cuando no lo había se apañaba con la venta de cisco y los melones. Después administró también el jornal de Antonio, el "niño del Dorao", único hijo que Leocadio traía de su matrimonio anterior. Nunca pudieron tener hijos, aunque la Pepa del Pinto tenía adoptados a todos los churumbeles de la calle Nueva, muchos de ellos vestidos solamente con unos calzones abiertos por el culo para cuando les dieran ganas de cagar.

La casa de la Pepa del Pinto era transparente como el celofán y larga como la línea que los cerros de San Pedro dibujaba en el horizonte. El portal de la casa daba a la calle Nueva. Y en el otro extremo, en el fondo del corral, podían verse los montones de estiércol en primer lugar y, a lo lejos, la calera Caco. La puerta de la calle tenía agujeros por los que entraban y salían los gatos como Pedro por su casa. Tenían las casas de entonces la puerta siempre abierta y, a poco que uno asomara la cara adentro, acababa en el corral sin que nadie le preguntara a dónde iba. La calle Nueva, de la mitad para abajo, era una gran familia formada por la gente de la Pepa del Pinto, los Malospelos, los Tolitos, los de Horacio, Pilar la Caña, los Chamarines, la Penca, la María Calentura, la Aguedita, la Currichina, Anita Bejarano...

La Pepa del Pinto vivía por debajo de los Malospelos. Era ésta una familia jornalera, pobre como todas las del vecindario, pero algo más. En realidad, el mote de Malospelos era de él y le venía que ni pintao porque una pelusa aquí, otra allá. En cambio, la Malospela tenía una frondosa y enmarañada cabellera negra que todavía podría lucir, si viviera, en Barcelona. Lo primero que dijo a los vecinos, al irse a Barcelona, fue que nadie le llamara así en la capital. El mote, en el pueblo, tiene un pase, pero en Barcelona, ni hablar del peluquín. Así que ahora, al buscar su nombre en la memoria, el único que aparece es el de Malospela. Puede que se llamara Josefa para que no la confundieran con la Pepa el Pinto, pero eran inconfundibles.

"So joío por culo" era la expresión favorita de la Pepa del Pinto para hablar con loss niños. La empleaba para todo y a todas horas. Lo mismo para reñir que para halagar a los muchos niños que revoloteaban a su alrededor. No es preciso decir que hay expresiones capaces de resucitar a quienes las esculpieron a fuego en la corteza de nuestros cerebros. Nadie sabría decir si la Pepa del Pinto era mejor persona que mal hablada. Mala lengua tenía, pero bondad le sobraba para repartirla por toda la calle Nueva y hasta para que corriera como un torrente por el arroyo del Ruedo.

Siempre vestida de negro, el aire de su enagua aún remueve en la acera derecha de la calle Nueva el azúcar del melón maduro, el rascazón del cisco en la nariz, la melaza dorada del trigo granado y el bálsamo del patio recién regado. En el recuerdo, los labios paladean el tocino asado con tajada de melón al amanecer con el sol aún legañoso, bajo el sombrajo del melonar de los Araíllos. Apenas dos fanegas a las que la Pepa del Pinto le sacaba todos los años un cerro de melones. A base de cantarles bajito por la mañana, mientras añoraba su ojo perdido, y les arrullaba por la tarde. Luego, al caer la noche, los guardaba de los ladrones. Otras veces arrendaba una haza más allá del Puente de la Lagunilla, hacía un chozo y pasaba en él la mayor parte del tiempo.

Una de aquellas noches de guardería se le presentó una pandilla de chavales de los corrales de la calle del Bolo, hambrientos como jauría de lobos, a robarle los melones. La Pepa agarró un palo y se lió con ellos hasta ponerlos en fuga. ¡So joíos por culo, qué le costó echarlos de allí! Valiente como siete mujeres valientes. Aconsejaba que, en caso de robo, la víctima gritara ¡fuego! en vez del consabido ¡socorro, al ladrón!. Decía que a un incendio acude pronto el vecindario, cosa poco probable si se trata de enfrentarse a un delincuente. Aunque a ella no le hacían falta refuerzos. Ni siquiera en su mocedad fue fuerte, pero hasta vieja se encaró con ladrones, borrachos y maleantes. Inolvidable como siete mujeres inolvidables, la Pepa del Pinto.