Mi casa, del cementerio,
Yo la puse a cuatro pasos
Pa no cansar a la muerte
Cuando me lleve en sus brazos

Aunque nunca se lo oí, decían que eso lo cantaba un vecino de Paquito el Limpiabotas, el marido de la Chiclana, allí en la puerta de la casita que le hicieron al lao del pozo la Reja. A cuatro pasos del cementerio vaya, cuando se les quemó la choza que tenían en los corrales del Rueo, en aquel fuego tan tremendo del año 53. En aquel Fuentes de los años 50, la represión era tal, que los pobres temían ser desconsiderados hasta con la muerte.

La noticia de la desaparición del cementerio viejo me produjo cierta tristeza, amortiguada en parte al saber que en su lugar construirían el parque de los luchadores por la libertad. Teniendo en cuenta que los que estaban enterrados en aquel cementerio podían dividirse en dos grupos: uno, muy minoritario, de ricos, temían la muerte porque representaba el final de una vida cómoda y regalada y tal vez la posibilidad de tener que dar cuenta de sus malas acciones en vida. El otro, mayoritario, compuesto por los pobres, veía en la muerte el final de una vida de trabajos y sufrimientos. En el frontispicio del cementerio viejo, en vez de las acostumbradas frases en latín que solían escribirse, como "Por coeli, via in aeternum" y otras por el estilo, tenía que haberse escrito:
Solo a un Cristo le rezaban
Y era el de la Buena Muerte,
Buena vida no esperaban.
Desde la cuna ya estaba
Echada su negra suerte

Que la vida era un calvario ya lo tenía asumido buena parte de la gente del Fuentes de aquellos años  40 y 50 sin necesidad de que el cura lo remachara desde el púlpito cada vez que se le presentaba la oportunidad. Calvario que acababa en el cementerio, para los pobres y afortunadamente también para los ricos. Poca gente quedará ya que recuerde los entierros de antes. Los chavales, aunque no participábamos de estos asuntos, metíamos las narices en todas partes. En la iglesia oíamos cantarle al difunto el Gori Gori como parte del responso. Como digo, poca gente quedará que haya visto cómo el féretro era llevado a hombros de familiares y amigos, que se iban turnando en esta labor desde la Iglesia al cementerio, a pie. Delante del féretro solían ir, dependiendo de la categoría del entierro, un cura y un monaguillo con el acetre y el isopo y, en las paradas, aprovechaban para decir algún latinajo y echar agua bendita sobre la caja.

También si la familia había podido pagarlo iba Diego el de la Pereita o Gregorio el de la Muda con el simpecao y algún que otro pendón. Detrás del féretro iban los asistentes al entierro, formando una comitiva que acompañaba al difunto hasta su última morada. Mi padre decía que a los entierros había que ir a todos y supongo que muchos fontaniegos eran de su mismo parecer pues habitualmente, con independencia del estatus del difunto, casi todos los entierros llevaban una numerosa comitiva que los acompañaba ancá Corrillo como decían algunos. Corrillo era el enterraó. Aunque un entierro era una cosa sería, no faltaron algunas anécdotas que podríamos llamar jocosas relacionadas con alguno de ellos, así como tampoco faltaban los chascarrillos en los velatorios.  

Era costumbre que el duelo se situase a la salida de la Iglesia y que todos los asistentes, antes de iniciar la marcha hacia el cementerio, pasaran de uno en uno dando el pésame. Lo habitual era que el primero dijera la fórmula habitual, “te acompaño en el sentimiento”, y los demás fuesen repitiendo “lo mismo digo”. Pero aquel día, el primero que era un pariente próximo del duelo, en un ejercicio de confianza, en vez de emplear la fórmula acostumbrada, le dijo al duelo, llevas la corbata torcida y los demás fueron repitiendo lo mismo digo. Al final el pobre hombre acabó con el nudo de la corbata en el cogote. Cuando el difunto era un padre de familia, inmediatamente detrás de la caja solían ir la viuda y las hijas del difunto, que a veces protagonizaban escenas dignas de las plañideras de otros tiempos. La gente de hoy esto no lo entendería y lo encontraría totalmente fuera de lugar.  

Los entierros de hoy en día suelen ser ceremonias discretas y asépticas, pero en aquellos tiempos, cuando en alguna familia pobre moría el padre, que era el puntal de la familia, no había para menos. Los chavales solíamos seguir a la comitiva a cierta distancia, comentando las virtudes o defectos que a nuestro juicio tenía el difunto. Por fin, después de recorrer medio pueblo con la caja a hombros, la comitiva llegaba a la puerta del cementerio. Allí esperaba, alerta, el zorro taimado de Corrillo, que se apresuraba a abrir la cancela, que chirriaba con un sonido similar al entrechocar de huesos.

Aunque Corrillo trataba de impedirlo por todos los medios a su alcance, nosotros siempre encontrábamos la manera de colarnos en el cementerio y contemplar las últimas escenas de dolor de los familiares cuando metían la caja en el nicho. A veces, los gritos eran tan espeluznantes que se nos ponían los pelos de punta, la piel de gallina. Aquella noche, a la hora de los juegos en la Encrucijá, se hablaría de entierros y cementerios y se contarían historias de carpantas, aparecidos y muertos resucitados, como en los mejores cuentos de Edgar Allan Poe. Al final, habría apuestas a ver quién tenía lo que había que tener para ir a la puerta del cementerio a jincar el clavo Tímonero "que venga quien venga, aquí lo espero. Venga Juan, venga Pedro o venga el tío de los calzones negros".