Cada 25 de noviembre todas y todos nos volvemos feministas, igual que el 8 de marzo. Es fácil hacerlo: asistir a una manifestación, a la lectura de un manifiesto, a una performance o a una merienda donde se habla al final de que la Navidad ya está aquí y los Reyes Magos, que a ver qué traen que no sea machista, pero es que a mí las muñecas barbis me gustan mucho.

¿Qué pasará el 26? Volveremos a nuestros quehaceres diarios, esos que no nos dejan pensar en nosotras mismas, en nuestros sueños que quedaron atrás porque las necesidades de nuestras parejas, de nuestros hijos e hijas están siempre entes que las nuestras. Volveremos a sentir que no somos lo suficientemente válidas para las tareas importantes y transcendentales, para ésas ya están los hombres. Volveremos a sentir cómo nuestra estabilidad emocional se rompe cada vez que nos mandan callar o nos callamos nosotras mismas por la costumbre de siglos, milenios. Ya se lo ordenaba Telémaco, hijo de Penélope y Ulises, a su madre: “Madre
mía, vete adentro de la casa y ocúpate de tus labores propias, del telar y de la rueca”.

Por mucho que celebremos el día contra la violencia de género no va a cesar por mucho que digamos que estamos en contra de la violencia, quién puede decir lo contrario, mientras no comprendamos que esa violencia es producto de un sistema, el patriarcal, que domina las estructuras sociales, económicas, laborales y culturales, la lacra de la violencia física y psicología que venimos sufriendo las mujeres desde el Neolítico como la prehistoriadora francesa Marylè Patou-Mathis nos dice en su ensayo ”El hombre prehistórico es también una mujer”.

No se trata de estar contra la violencia un día, ni dos ni tres. Se trata de acabar con el patriarcado que domina nuestras mentes, nuestra cultura y nuestra sociedad. Al educar de forma distinta a niños y niñas (últimamente se observa cada vez más diferencias: color rosa-azul, princesitas-futbolistas) psicológicamente se nos prepara para los cuidados, no por naturaleza ya que todas y todos estamos capacitados para cuidar, sino por experiencia. Se nos invita y premia el ser empáticas, responsables de los demás, mientras que al hombre se les permite ser más “despegado”, más centrado en “sus cosas de hombre”. La mujer no es por naturaleza ese ser al que se puede poseer, sino un ser libre que puede elegir su forma de vivir, amar, cuidar y soñar sin la tutela de ningún otro ser que le diga cómo debe hacerlo.