Por la mañana lo vio, quiso saber qué buscaba, qué esperaba, no pudo acercarse, pensó que quizás el hambre lo había vuelto hostil, desconfiado. Entró en la casa y le ofreció comida. Solo mordisqueó un poco, no era el hambre lo que le hacía estar inquieto, incluso algo agresivo si intentaba acercársele. Bueno, pensó, ya se irá. No, no se fue, sino que empezó el maullido que durante un rato la llenó de preocupación, incluso de ternura al principio, más tarde de una sensación que poco a poco le fue causando malestar. Salió de la casa, anduvo la calle y se alejó. Al rato había olvidado el maullido lastimero que le produjo ese malestar difuso de no saber qué hacer sabiendo que tenía que hacer algo.
Volvió al anochecer y comprobó que el maullido seguía más lastimero, insistente hasta la desesperación. Llovía, intentó atraerlo hacía el portal sin tener muy claro qué hacer con él ¿O acaso era ella? Se había hecho de noche y no se dejaba ver: nada más intentar acercase se escondía debajo de los coches aparcados una y otra vez. Volvió al calor de la casa donde su gato indiferente al lamento de un igual que mojándose buscaba no se sabía qué, a quién no se sabía.
Poco a poco, el maullido le martilleaba más el oído. Miraba a su gato y pensaba: “Eres indiferente al sufrimiento, estás a salvo del frío y el hambre, tienes a alguien que se preocupa de ti” para a continuación pensar “No, simplemente estás sordo, te han enseñado a estarlo, tienes miedo de que ese otro gato o quizás gata, te quite lo que tienes”. En ese momento sintió una presión en el pecho y comprendió que esos pensamientos eran los suyos propios, eran sus sentimientos respecto a su responsabilidad. Sintió que era una verdadera impostura que solo quería dejar de escuchar el lamento, quería que desapareciera.
Como estaba ya en la cama no tuvo más opción que levantarse, salir a la calle y una vez más intentar atraer al animal hacia su portal. Inútil. Se dijo a sí misma “bueno, lo he intentado, eres tú el que no quieres” y con ese pensamiento se volvió a la cama y se durmió. Cuando despertó lo vio claro, la noche anterior había intentado ayudar al gato solo para disculparse ante ella misma. Era la misma actitud, el mismo egoísmo de cada día ante el sufrimiento del otro, del mundo entero. Durante todo el día una melancolía y una sensación de impostura la acompañó, pero agradecida de que el gato ¿o era gata? hubiese desaparecido de la calle.

