Atrapado entre las barras
que llaman trabajaderas,
el Jarapo considera
¡La procesión será larga¡

El capitán, impaciente,
quiere encender un cigarro,
pero le han parado el carro.
El capataz es prudente.

Ausente de la diatriba,
el David está callado,
ya tiene el hombro arrimado
y espera la voz de “Arriba”.

Cuando termine la brega
y cobren lo estipulado,
con el cuerpo reventado,
pasarán por la bodega.

Qué Cristo habéis paseado
esta noche, compañeros,
les preguntó el tabernero
y yo que sé, contestaron.

En aquellos años 50, en la procesión convivían dos mundos, uno era todo lo que constituía el aparato religioso, más o menos autentico o aparente. Había allí bastante hipocresía y afán de figuración entre hermanos mayores o menores, camareras de las vírgenes... Estos puestos no sólo podían conseguirse a fuerza de devoción y santidad, sino también a fuerza de dinero. Componían el resto de la procesión nazarenos, penitentes y asistentes en general, más o menos devotos, pero que mientras duraba el acto estaban obligados a fingir una gran devoción.

En medio de esta parafernalia había una pequeña isla de "arreligiosidad", constituida por el capataz y los costaleros, un pequeño ejército de mercenarios que no adquiría más compromiso que el de arrastrar a ciegas, guiados por las instrucciones que de viva voz iba dando el capataz, una mole de varias toneladas a cambio  de un dinero que los hermanos de la cofradía procuraban que fuera el menos posible. El afán de explotación prevalecía sobre el sentimiento de caridad que teóricamente debía reinar en esos días.

La muestra de que estaban desconectados del “sentir general de la procesión” era que las instrucciones del capataz a alguno de los costaleros a veces venía acompañada de alguna expresión poco apropiada, por decirlo de alguna manera, a la circunstancia que servía. Por ejemplo, después de un descanso, para arrancar de nuevo el capataz daba unos pequeños toques de atención con el llamador y le gritaba al costalero de referencia, Jarapo, hijo la gran p., estás dispuesto hijo. "¡Sí, peaso c.!", contestaba el Jarapo.  

Pos entonces vamos, Toc toc. ¡A esta eeee! Chinta tata chinta. El hermano mayor andaba lo suficientemente cerca para oír perfectamente los exabruptos del capataz, pero no chistaba, ya que a aquel hombre lo habían ido a buscar y lo habían contratado y bien pagado solo por su habilidad para hacer que un grupo de hombres, carentes de todo menos de fuerza bruta, arrastrara una mole de algunas toneladas siguiendo sus instrucciones.

Era aquel capataz un hombre de mediana estatura, regordete, de color y habla agitanados y una llamativa verruga en la cara. Vestía traje y corbata elegantes. Tal vez algunos lo recuerden porque sacó la Veracruz más de un año. De costaleros recuerdo al Jarapo, al David  y al Capitán, un exlegionario tatuado en el brazo. Estos tres se ganaban la vida de costaleros, o sea descargando costales de grano que llevaban sobre la espalda desde el camión al lugar de almacenaje. A veces, el lugar de almacenaje era un soberao y había que subir la escalera con el saco a cuestas. No había tarifa establecida para estos trabajos y el precio se ajustaba con la persona que los contrataba según las circunstancias del trabajo a efectuar.

En aquellos años, por la descarga de un camión completo entre tres personas creo que cobraban unos cuatro duros cada uno. Para los costaleros de profesión cobrar ocho duros por arrastrar un paso en Semana Santa no era ninguna solución a su economía y algunos no se prestaban a hacerlo, por eso algunos años las hermandades tenían dificultades para reclutar el personal necesario y se recurría a gente del campo y forasteros.