Los impuestos, antaño símbolo de solidaridad, de construcción colectiva y de pacto social, han sido rebautizados en las redes sociales como “robo estatal”. Una falacia cuidadosamente empaquetada, viralizada y compartida sin verificación ni argumentación, a través de frases cortas y directas que parecen ingeniosas, atrevidas y divertidas. A menudo acompañadas de imágenes simples que apelan directamente a lo emocional. Estos mensajes, seleccionados y amplificados por algoritmos, se acomodan como anillo al dedo al formato simple, rápido y repetitivo de un meme, a los hilos de X (antes Twitter) o al discurso de rebeldía fingida que difunden ciertos youtubers de retórica incendiaria.

En los últimos años, la derecha ha logrado imponerse en la batalla del relato justificando, con una narrativa seductora pero falaz, la necesidad de bajar los impuestos. Tan eficaz ha sido esa propaganda neoliberal que, durante décadas, ha ido impregnando todos los ámbitos de la realidad, no solo el fiscal. Con una gestión lucrativa y emocional del lenguaje, el neoliberalismo ha sabido apropiarse de las reivindicaciones históricas de la izquierda, vaciarlas de contenido y devolverlas a la galería mediática convertidas en conceptos huecos y reversibles, pero muy atractivos (1).  Un relato de eslóganes sencillos y desconectados, lanzados directamente al sistema límbico. Ahí está el botón de muestra: una presidenta autonómica defendiendo en nombre de la igualdad becas para familias que ganan 100.000 euros.

Tan cautivadores son estos eslóganes que muchos políticos etiquetados como socialdemócratas, incapaces de resistirse a las modas discursivas, acabaron abrazando los axiomas neoliberales con una docilidad preocupante. Colocaron en el frontispicio de sus discursos principios inspirados en Reagan y Thatcher, maquillando cualquier intento real de avanzar hacia la igualdad. Así, la desigualdad —la desmesurada desigualdad— empezó a caminar a sus anchas. Y de aquellos polvos, estos lodos. La rémora de aquellas veleidades neoliberales en España se tradujo en la claudicación ideológica representada por los discípulos aventajados de aquel fiasco que consistió en bajarse los pantalones frente al mercado y plegarse a un sectarismo cultural perverso. Hablamos de todos los herederos ideológicos del asesor de fondos de inversiones y consultor de consorcios de productos de lujo, con sonrisa de camaleón, Tony Blair. No en vano Thatcher (2) dijo que su mayor legado era precisamente él.

Las propuestas de Reagan y Thatcher —dejar en manos privadas el mayor número de actividades económicas posible, limitar el papel del Estado en la economía, reduciendo el tamaño del Estado, y practicar una bajada desmesurada de impuestos, particularmente a las altas fortunas— venían acompañada de un juego de prestidigitación económica: se eludían los datos fundamentales, pues, tomando el IPC como principal criterio económico, se ofrecía una perspectiva engañosa de la realidad. El reputado economista francés Thomas Piketty (3) se encargó de desmontar esa ilusión. En su investigación, desarrollada durante quince años, demostró, presentando una gran cantidad de datos sobre la distribución del ingreso en muchos países, que el crecimiento económico por sí solo no corrige la distribución del ingreso; de hecho, tiende a profundizarla. Piketty llega a la conclusión de que el capitalismo es eficaz generando riqueza, pero ineficaz a la hora de distribuirla de forma equitativa, lo que acarrea consecuencias peligrosas. Advierte que no corrige por sí solo de forma automática el aumento de la desigualdad. De ahí la necesidad de una intervención pública.

Su análisis muestra cómo la desigualdad está creciendo de manera desaforada en todos los países desarrollados: el 1% de la población es cada vez más rico, el 0,1% todavía más, y el 0,01% más aún. Esto prueba que los beneficios reales del capitalismo quedan en muy pocas manos, y que, si no se llevan a cabo intervenciones extraordinarias, la tendencia continuará en ascenso permitiendo que el siglo XXI se parezca al XIX, cuando las élites económicas vivían de rentas procedentes de la riqueza heredada en lugar de trabajar por ello. Para Piketty, la mejor solución —quizás, utópica— sería un esfuerzo coordinado a nivel mundial para aplicar impuestos a la riqueza y redistribuir esos ingresos, dando un giro a esta tendencia socialmente destructiva. Bastaría, dice, con que los gobiernos intercambiasen la información bancaria para poder gravar a las grandes fortunas y transferir estas rentas al resto de la sociedad.

En el caso de los impuestos a empresarios, es importante entender que el dinero no se genera en un limbo. Se obtiene en un entorno específico, gracias a un enorme despliegue de infraestructuras, instituciones y servicios públicos que facilitan la actividad empresarial. Ningún empresario —ni siquiera el más osado emprendedor— podría dar un solo paso sin ese apoyo colectivo. En realidad, cualquier actividad empresarial —sea un pequeño negocio o una gran empresa—es una apuesta entre dos socios —el Estado y quien emprende—, y, en consecuencia, ambos han de recibir la parte proporcional que le corresponde. Es un error pensar que, en una sociedad compleja y sofisticada, el único inversor en una iniciativa empresarial es quien aporta el capital privado. El Estado también arriesga e invierte, poniendo a disposición del emprendedor todo un entramado de recursos públicos. Al afirmar que el Estado "quita" al empresario parte de sus beneficios se comete una equivocación: el Estado simplemente percibe lo que por justicia le corresponde como socio necesario.

La izquierda necesita líderes capaces de transmitir con claridad y rigor que los impuestos no son un castigo, como ha terminado calando en las mentes más desprevenidas y manejables a través de las redes sociales, sino una herramienta imprescindible para sostener el Estado del bienestar y combatir la desigualdad. Se echan de menos políticos persuasivos, capaces de desenvolverse con solvencia en el mundo digital y de desmontar, con argumentos sólidos y comprensibles, los bulos, patrañas y medias verdades que difunden quienes demonizan lo público. Porque, de lo contrario, se corre el riesgo de que incluso los más fervorosos defensores de esa retórica fiscal acaben respaldando políticas que, en realidad, los perjudican. A poco que hicieran una sencilla operación, se darían cuenta.

Los hechos históricos desmienten a los detractores de lo público. Está más que demostrado: tras las políticas impulsadas por Reagan y Thatcher, la desigualdad creció. Sin impuestos, no hay redistribución. Y sin redistribución, no hay libertad real. La cuestión no es si los impuestos son necesarios, sino si queremos vivir en una sociedad donde el bienestar sea de todos… o de unos pocos.

1 Santamaría, A (2018). En los límites de lo posible. Política, cultura y capitalismo afectivo. Barcelona: Akal. 2018.
2 Conor Burns. 11/04/2008. El mayor logro de Margaret Thatcher: el Nuevo Laborismo. Conservative home/ Centre Right. Recuperado de: https://conservativehome.blogs.com/centreright/about-centreright.html
3 Piketty, T. (2014). El capital en el siglo XXI. fondo de cultura Económica de España.