Tal como informa RTVE en relación con la nueva Ley de Juventud, en la que se propone reducir la edad legal para ejercer el derecho al voto a los 16 años, “el Ministerio de Juventud e Infancia está ultimando el borrador de la ley, con la intención de presentarlo al Consejo de Ministros antes del verano. Sin embargo, la propuesta aún no ha sido discutida en órganos colegiados del Gobierno, y su aprobación dependerá del consenso político necesario para modificar la LOREG” (norma básica que regula en España todo lo relacionado con el funcionamiento de los procesos electorales. Por ejemplo, en la LOREG se fija la edad mínima para votar, que actualmente es 18 años).
Por su parte, en las redes sociales de El País se subraya que “la propuesta ha generado un intenso debate en el ámbito político, con opiniones divididas sobre la idoneidad de reducir la edad de voto, especialmente en el actual contexto de polarización y del creciente apoyo juvenil a opciones de extrema derecha”.
Actualmente, en más de una docena de países -especialmente en Europa y América Latina- se permite votar a partir de los 16 años, ya sea en elecciones nacionales (Austria, Argentina o Brasil) o en comicios locales y regionales (Alemania, Estonia o Escocia). Esta medida suele aplicarse con carácter optativo y en contextos donde se ha buscado fomentar la participación juvenil. El debate, pues, está servido. Entre los argumentos que se esgrimen para rechazar la propuesta destaca la supuesta inclinación de los votantes más jóvenes hacia la ultraderecha, según reflejan algunas encuestas. Sin embargo, este tipo de razonamiento parece sugerir que el reconocimiento de derechos políticos dependería de la orientación del voto previsto. Y eso, en términos democráticos, resulta preocupante. No se puede defender la ampliación del sufragio solo cuando los resultados se presumen favorables. Hacerlo sería convertir el principio democrático en una herramienta táctica y no en un valor fundamental.

Otra cuestión, más sólida desde el punto de vista democrático, sería considerar -si se reconoce como real- que la falta de madurez cerebral impide a muchos adolescentes de 16 años ejercer un pensamiento crítico sólido frente a la maquinaria emocional y algorítmica que domina y estructura las redes sociales. Un entorno que no solo compromete su autonomía intelectual, sino que además los convierte en objetivos especialmente vulnerables para quienes buscan influir, polarizar o instrumentalizar su participación social y política. No resulta razonable confiar ciegamente en el sentido del voto de personas cuya capacidad de deliberación aún se está formando y que, además, se educan en un espacio digital que actúa como un coladero de ideas contrarias al marco constitucional y a los derechos humanos. Prueba de ello son fenómenos cada vez más visibles en esos entornos: la exaltación del franquismo, los ataques a la diversidad sexual, el coqueteo con discursos machistas, la simpatía por la mano dura frente al pluralismo democrático, el odio hacia lo diferente o la ridiculización sistemática del feminismo.
Aceptar esta realidad no implica negar derechos, sino exigir garantías: la defensa del voto como instrumento democrático debe ir acompañada de la defensa de las condiciones mínimas necesarias para ejercerlo con responsabilidad: Artículo 9.2 de la Constitución Española: “Corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social.”
Hemos mencionado más arriba la falta de madurez cerebral. Sabemos, además, que en las redes sociales proliferan y se afianzan ideas profundamente peligrosas: que la ciencia es irrelevante, que la autoridad del profesorado equivale a la del alumnado, o que los datos empíricos, por muy verificados que estén, no son más que otra forma de manipulación. Dado que aquí adoptamos una perspectiva distinta —una que no desprecia la evidencia ni caricaturiza el conocimiento—, invitamos a considerar la posición de quienes, desde nuestras instituciones académicas, han explorado con rigor los entresijos del cerebro adolescente. Ellos nos permiten entender hasta qué punto la inmadurez neurológica puede condicionar una elección de voto que, como cualquier otra, tiene consecuencias reales sobre el bienestar colectivo… o, en su defecto, sobre su deterioro.

En este contexto, resulta especialmente relevante la aportación de David Bueno, biólogo, director de la Cátedra de Neuroeducación UB-EDU1st y autor de El cerebro adolescente, ha estudiado de forma exhaustiva los cambios cerebrales que ocurren durante la adolescencia, con especial atención a la corteza prefrontal, área responsable de funciones como la planificación, el juicio y el control de impulsos. Sus investigaciones confirman que estas capacidades, esenciales para una toma de decisiones madura, siguen desarrollándose de forma significativa entre los 16 y los 18 años. No se trata, por supuesto, de pedir a la neurociencia que dicte normas, sino de reconocer que ofrece datos que la política haría bien en escuchar.
La neurociencia muestra que entre los 16 y los 18 años se produce una evolución significativa en las funciones cerebrales implicadas en la toma de decisiones maduras: juicio, control emocional, pensamiento autónomo, y procesamiento de información. Por tanto, reducir la edad del voto a los 16 años contradice esta evidencia, ya que se otorga una responsabilidad política compleja a individuos cuyo cerebro, en promedio, aún no ha alcanzado la madurez mínima necesaria para ejercerla con garantías de reflexión, autonomía y sentido de consecuencia.
A los 16 años, la corteza prefrontal -vinculada al juicio, la planificación y el control de impulsos- aún está en desarrollo; el control de impulsos es más débil y la capacidad para anticipar consecuencias a largo plazo es limitada. A los 18 esta región ha madurado en mayor medida, mejorando el razonamiento y el pensamiento estratégico. Es decir, a los 16, es más probable que la decisión de voto se base en impulsos momentáneos, eslóganes emocionales o simpatías inmediatas, sin evaluar del todo las consecuencias. A los 18 el votante tiene mayor capacidad para analizar propuestas, sopesar opciones y entender el impacto a largo plazo de su elección.
Por lo que respecta a las conexiones neuronales —relacionadas con la eficiencia cognitiva y el procesamiento de información— el cerebro de 16 años sigue en proceso de poda sináptica; aún conserva conexiones poco eficientes y es más permeable a estímulos cambiantes. A los 18 el cerebro ha optimizado muchas de sus rutas, lo que se traduce en mayor rapidez y precisión en el pensamiento. Así pues, un joven de 16 años puede tener más dificultad para discriminar información fiable, identificar falacias o resistirse a mensajes simplistas. A los 18 hay una mayor capacidad para manejar información compleja y evaluar críticamente las fuentes.
En relación al sistema límbico, habría que decir que a los 16 el sistema emocional domina sobre el racional, especialmente ante situaciones de presión. A los 18 hay un mayor equilibrio y control emocional. Y esto tiene implicación en la votación: un joven de 16 años puede dejarse arrastrar más fácilmente por discursos emocionales o polarizados. A los 18 es más probable que exista una deliberación racional frente a la manipulación emocional o el miedo.
A los 16 años, la identidad, relacionada con la autonomía de criterio, está en formación; las ideas suelen adoptarse de forma exploratoria, sin integración plena. A los 18, comienza a consolidarse una identidad con valores más definidos y autónomos. Un joven de 16 años podría votar según influencias externas (familia, entorno, redes) sin un filtro propio claro. A los 18, el voto tiende a basarse en criterios más personales y conscientes. A los 16, la presión del grupo es un factor decisivo. A los 18 empieza a crecer la capacidad para distanciarse y pensar de forma más independiente. El votante de 16 años puede verse condicionado por la moda política de su entorno inmediato. A los 18, hay más recursos internos para resistir la presión del grupo y votar según convicciones propias.
Abrir la puerta al voto a los 16 años exige algo más que entusiasmo legislativo: requiere reflexión, y, sobre todo, formular preguntas. Preguntas como ¿podemos garantizar las condiciones mínimas para un ejercicio verdaderamente responsable del voto? Si abrimos esa posibilidad, ¿estaremos respetando el proceso de maduración de los jóvenes o, más bien, forzándolo? ¿Existe a los 16 años la capacidad suficiente para discernir, deliberar y decidir con autonomía? Y, finalmente, ¿estamos subestimando a la juventud o quizás estamos proyectando sobre ella una carga que aún no está en condiciones de sostener?