Sólo habían pasado cuatro años desde que me marché de Fuentes para aterrizar en Barcelona. Después de ejercer varios empleos por periodos de tiempo no muy largos, a finales de 1967 entré en el departamento de nóminas de la siderometalúrgica Torras Herrería y Construcciones S.A. Había unos 1.500 empleados en la empresa que trabajaban a prima por aquello que llamaban el sistema Bedaux. La mayor parte de mi trabajo consistía en calcular lo que habrían de cobrar a final de mes por este concepto. Para efectuar los cálculos correspondientes me basaba en los boletines de trabajo que diariamente elaboraban los encargados y que yo recogía los lunes por la mañana recorriendo los diferentes departamentos: soldadura, tornillería, etc.

Solía detenerme, a veces más de la cuenta -lo que alguna vez me costó un toque de atención por no llevar la protección adecuada para la vista- en la planta de oxicorte. Allí, una pequeña llama cortaba limpiamente una plancha de acero de 3 centímetros de espesor y tres o cuatro metros de longitud. La contemplación de aquel espectáculo siempre me traía a la memoria la herrería de la calle la Matea. Pensaba "es posible que en cuatro años las cosas en Fuentes hayan cambiado, pero también es posible que en este momento, mientras aquí se cortan toneladas y toneladas de plancha de acero sin esfuerzo por parte del operario, Pepe siga en la calle la Matea dándole a los fuelles o al ventilador.

En aquellos años, Andresillo, que era la viva imagen de Vulcano, manejaba unas tenazas provistas de una argolla con la que sacaba de la fragua un cacho hierro al rojo vivo. Lo ponía sobre el yunque y Andresillo lo liberaba de las tenazas bajando la argolla mediante un martillazo, metía las tenazas en un recipiente con agua que había al lado de la fragua, cogía la rama por un extremo, ponía el cincel en el punto por donde había que cortar y con un martillo ligero daba la entrada al herrerito pum chin pum chin pum chin pum que tan magistralmente ejecutaban los hermanos Caro Rodríguez, Antonio, Pastor y Emilio. Una especie de pom, pom, pom, pom del martillo del maestro sobre el yunque indicaba que el hierro ya estaba frío y había que volver a pasarlo por la fragua.

Al final de la jornada igual habían conseguido sacar del cacho de hierro una reja para un arado. Eran tiempos durillos aquellos, sobre todo la década de los 50. Tan duros que durante los inviernos, camino de la escuela, yo pasaba todos los días por la fragua para calentarme los sabañones, que si bien con el calor dolían menos, en cambio picaban como el demonio. Los hermanos Caro siempre fueron muy tolerantes y me decían, pasa Juan y caliéntate un poco. Creo que el humo de la fragua acabó pasándoles factura y que todos pasaron por el Tomillar.

Antes de que los vehículos a motor fueran imponiendo su presencia, el rey de las calles y caminos de Fuentes era el carro. Como toda máquina sujeta a un uso prolongado, el carro requería de mantenimiento. Uno de las operaciones más frecuentes era el engrase del eje. Era lo que llamaban “juntar el carro”. Se quitaba la chaveta que las mantenía unidas al eje, se sacaba la rueda, se juntaba bien juntao el eje con sebo que se vendía en unas barras de unos veinte centímetros en la ferretería de Paquito Barcia o ancá Benjamin, se volvían a meter las ruedas en su alojamiento, se calzaba la chaveta de fijación y a circular. Un tal Paco y un tal Romualdo salieron en la murga porque no sabían juntar el carro.

Había otra operación más delicada que afectaba a las ruedas del carro, y es que al ser de madera, con el uso, las diferencias de temperatura, el progresivo secado de la madera y otros factores, se iban encogiendo y entre la madera y el aro de hierro empezaba a haber holgura. Entonces la solución que se tomaba era sacar la rueda, desmontar el aro de hierro que se llevaba a la herrería y allí se calentaba en la fragua. Cuando estaba al rojo se le tiraba agua fría, con lo que se conseguía una contracción en el diámetro del aro. Después se calzaba en la rueda a golpe de mazo consiguiendo que volviera a quedar ajustada. El transporte del aro desde el lugar donde estaba el carro a la herrería y viceversa lo realizaba el herrero rodándola como si fuera un aro de aquellos que utilizábamos los chavales. Es posible que alguno aún recuerde el ruido que hacía uno de estos aros rodando sobre los adoquines.

Se oía de una punta a otra del pueblo. En la herrería de la calle la Matea el encargado de esta labor era Emilio, el más joven de los hermanos. Un día, camino de la escuela, a la altura de la taberna del Parro apareció Emilio desde la calle las Flores detrás del aro de un carro, creo que venía de casa de Hermógenes. Al girar hacia la Carrera el aro se cayó al suelo con un estrépito tremendo. Le echamos una mano para ponerlo de nuevo en marcha y luego nos quedamos allí parados y se cruzaron apuestas, 20 micos, sobre si al girar hacia la calle la Matea se caería o no se caería. No se cayó y Emilio y el aro llegaron a la herrería sin más percances.