Hace ya unos años que compré una casa en l acalle Mayor y puse manos a la obra para su rehabilitación. Probé varios albañiles, ninguno fiable. A todo lo que les pedía decían que sí, para luego hacer lo que les daba la gana. Hasta que di con José el Cillero y empezó a llevarme la contraria. Si yo quería una pared en determinado sitio, él me advertía de las consecuencias negativas de tal decisión. Donde yo quería una columna, él proponía una viga. Donde proyectaba un escalón, él veía una rampa. Las decisiones eran mías, claro está, pero él se reservaba el derecho de advertirme de las consecuencias. Aquello me disgustaba al principio, pero después comprendía que casi siempre tenía razón y al final nos poníamos de acuerdo. A veces cedía él y a veces yo. El profesional y la experiencia jugaban a su favor. El resultado fue una casa acogedora, fresca y cómoda.

Ignoro cómo habría salido mi casa de haber seguido con los albañiles que siempre me daban la razón. Lo que sé es que no siempre es fiable aquél que te dice a todo que sí y luego hace lo que le viene en gana. Lo que pasa en la albañilería -como en la fontanería, la mecánica o la electricidad- es aplicable a la política. Mal asunto es que un político diga que va a hacer todo aquello que pida el pueblo. Los hay expertos en eso. Estoy convencido de que, si fuesen capaces de hacerlo, que no lo son, propondrían hacer un hospital en cada pueblo, por ejemplo, cuando la salud de una población depende mucho más de la prevención que de la reparación médica. Prometería un colegio en cada esquina y una parada AVE y un aeropuerto en cada pueblo.

Todos lo queremos todo y lo queremos aquí y ahora. Eso, obviamente, no es posible y ni siquiera es conveniente, además de ser una actitud infantil. Por eso la política debe negar muchas cosas. Con argumentos y diálogo, por supuesto. Desconfía del albañil, del alcalde y del ministro que dicen sí a todo. Hubo un tiempo en el que la norma era decir “NO” a todo. No, con mayúsculas, y no insistas. Nada era posible, ni siquiera el diálogo para ver si algo podía ser viable o conveniente. El no como respuesta duró hasta la transición de mediados de los setenta.

Después del no a todo vino la moda del “lo vamos a estudiar” y se creaban comisiones de estudio y viabilidad para todo. Eso ocurría en los años ochenta y noventa. Con la llegada del año 2000 y posteriores nos instalamos en el “sí, claro, eso está hecho”. En política, el populismo consiste en decir que la solución de los problemas de la comunidad es siempre posible, simple y fácil. Esa forma de hacer tiene bastante de trilerismo, de charlatán de feria, de número de magia en el circo de la política. Pero la verdad es que siempre -con el no, con las comisiones de estudio y con el sí- los problemas públicos tienden a seguir enquistados durante años y hasta décadas.

Por más de moda que esté no llevarle la contraria al votante-cliente, mal profesional me parece el albañil, el comerciante, el político o el periodista que dice sí a todo. Igual que me parece mal profesional el que dice no a todo. Tanto uno como otro quieren hacernos creer que están al servicio del cliente-votante, pero en realidad lo que pone de manifiesto esa actitud es que sirven a su propio interés, a su conveniencia. Vender, vender, vender es el lema de estos tiempos políticos. Decir que se hace mucho o se va a hacer todo, aunque luego no se haga nada. Vender política, aunque lo que se venda sea una moto averiada. Humo, promesas irrealizables. Aparentar, comunicar, lo importante el eslogan, la marca, el cliché. La nada envuelta en papel de celofán.

No quiero decir con todo esto que haya que hacer política de espaldas al pueblo. Ni que haya que decir a todo que no. Lo que quiero decir es que la política es tener un proyecto de futuro para el país, la comunidad autónoma o el municipio, pactarlo con la ciudadanía en el momento de la campaña electoral y de expresión de la voluntad popular de las urnas y, a partir de ahí, dedicar todos los esfuerzos a llevarlo a cabo. Eso supone con frecuencia tener que decir que no a la multitud de demandas que surgen como setas a lo largo de los cuatro años de legislatura y que pueden acabar -y habitualmente acaban- desvirtuando el proyecto inicial.  

Dicho de otra forma: la honestidad del albañil -y del político- es tener un proyecto de obra y aplicarlo con rigor y criterios profesionales. Si eso supone negarse a poner ladrillos aquí y allá, tendrá que hacerlo, aunque le cueste disgustos con el propietario. En política, el proyecto de obra es el programa electoral y a él deben atenerse tanto el cargo público como el votante. Pero en los tiempos que corren a ver qué político se atreve a decir que no a algo. A ver qué alcalde autoriza a sus policías municipales que multen al conductor que deja su coche encima de la acera impidiendo el paso de los peatones o de quienes tienen que usar una silla de ruedas, por ejemplo. Por eso impera la norma de mirar para otro lado, decir que sí a todo y hacer luego lo que a cada cual le venga en gana.