Hasta hace poco desconocía quién era Francesca Albanese. La descubrí gracias a un artículo inquietante de Antonio Muñoz Molina. El texto hiela la sangre, como al leer un relato apocalíptico. Pero la pesadilla comienza cuando tomas conciencia de que no vives una ficción, sino una siniestra realidad en la que todos los instrumentos tecnológicos a tu alcance, con su perfil doméstico, conspiran contra ti en cuanto levantas de verdad una mano para defenderte; quizás, basta arquear el entrecejo para convertirte en diana. Mientras leía, pensaba que algo había que hacer, en vez de mostrarnos indiferentes y caminar como tontos desbaratados, mientras nuestras autoridades europeas acarician a la bestia que nos humilla.
Plantar cara a los poderes que hoy dominan el mundo y a un gobierno ultraderechista no es un juego. Que se lo pregunten a Francesca Albanese, valiente jurista y académica italiana especializada en derecho internacional, actual Relatora Especial de las Naciones Unidas sobre la situación de los derechos humanos en los territorios palestinos ocupados. Lo que distingue su labor es algo poco habitual en el sistema internacional: aplica rigurosamente el derecho internacional -Convención para la Prevención del Genocidio, IV Convenio de Ginebra, Estatuto de Roma- sin suavizar el lenguaje para no incomodar sensibilidades diplomáticas. Albanese no se anda por las ramas: llama al pan pan y al vino vino, sin perder jamás el rigor jurídico.
Cabe destacar que ha condenado explícitamente los crímenes de Hamás y reconoce el derecho de Israel a la seguridad. Pero afirma con claridad que ningún delito justifica otro y que la condición de potencia ocupante conlleva obligaciones reforzadas. Su trabajo se distingue de la pasividad de los Estados occidentales durante el genocidio en Gaza, que de facto los convierte en cómplices de los crímenes de Netanyahu. Tampoco aplica el derecho internacional de manera selectiva ni usa el doble rasero que, en la práctica, permite eludir las consecuencias jurídicas y políticas que sí se aplican a otros Estados en situaciones comparables.

Albanese ha reunido y presentado informes que documentan la devastación infligida a la población de Gaza por el Estado de Israel. Sus denuncias visibilizan la larga lista de espeluznantes atrocidades cometidas ante toda la comunidad internacional y que continúa hoy, cuando casi no quedan cámaras ni periodistas que den testimonio. En ese silencio, los niños mueren de hambre y frío y los supervivientes avanzan agotados entre el barro y los escombros que dejan las lluvias invernales, atrapados en un paisaje de miseria y abandono. Albanese ha asumido su labor con pleno conocimiento del alto costo personal y profesional: campañas de descrédito, intentos de destitución y acusaciones infundadas de antisemitismo. Detengámonos un momento en esto último para entender bien de qué hablamos.
Ciudadana de un Estado soberano y miembro de la Unión Europea, Albanese reside actualmente en Túnez, pero la distancia no la ha protegido del castigo -o mejor dicho, de la represalia- de Estados Unidos, que la señala oficialmente como “amenaza para la economía global” y la acusa de un supuesto “antisemitismo flagrante”. Esta persecución es absoluta: no puede disponer de cuentas bancarias ni tarjetas de crédito, tampoco recibir transferencias, donaciones o salario, ni siquiera comprar un billete de avión por internet. Sus bienes en Nueva York, incluida su vivienda y su cuenta bancaria, han sido embargados. Y cualquier persona que mantenga relación con ella se expone a sanciones. El gobierno estadounidense la trata como a un terrorista o criminal internacional, de la misma forma que a los jueces del Tribunal Penal Internacional que han ordenado la detención de Netanyahu y de uno de sus ministros, defensores abiertos del exterminio del pueblo palestino.
Como en tantos otros ámbitos, el progreso tecnológico ha afinado la labor de espías y ejecutores al servicio de los déspotas. En la era de Google Earth y la vigilancia electrónica masiva, prácticamente no existe refugio. Ni siquiera el asilo político ofrece ya una garantía frente a la persecución. Han quedado atrás las costosas operaciones internacionales y las vigilancias interminables: hoy basta con seguir el rastro digital que todos dejamos a cada instante.

Los magnates de Silicon Valley, privados de control democrático y exentos de toda rendición de cuentas, amparados en fortunas descomunales, no solo nos han arrebatado los últimos resquicios de intimidad -con nuestro consentimiento- sino que colaboran activamente con aspirantes a tiranos y dictadores consolidados. Lejos de la comunidad tecnológica fraterna que prometían sus primeros gurús, han contribuido a levantar una tiranía minuciosa, de alta vocación colonizadora, capaz de vigilar incluso el último refugio que ni Stalin ni Mao lograron invadir: la conciencia individual.
Pero esta sensación de omnipotencia -dirá Muñoz Molina- no depende solo de herramientas tecnológicas avanzadas. Se sostiene también en algo mucho más antiguo y elemental: la inclinación humana hacia la cobardía y el servilismo. Albanese es ciudadana italiana y europea, perteneciente a un continente que aún pretende presentarse como bastión de libertades frente a oligarquías y dictaduras. Sin embargo, el gobierno de Italia, lejos de protegerla, se posiciona públicamente en su contra, movido por el oportunismo de agradar a Donald Trump y la sumisión ante un poder intimidante. La Unión Europea, por su parte, se refugia en formulaciones vagas, renunciando en la práctica a los principios que dice defender. El mensaje es claro: un poder extranjero puede despojar impunemente de derechos a una ciudadana europea.
Resulta inevitable comparar a Albanese con María Corina Machado, galardonada con el Premio Nobel de la Paz 2025, a pesar de haber apoyado y elogiado a Netanyahu y las acciones de Israel en Gaza. Mientras Machado aplaudía los bombardeos sobre zonas densamente pobladas, con cientos de miles de muertos -niños, mujeres y ancianos- y destrucción sistemática de hospitales, escuelas y viviendas, Albanese los documenta en sus informes, denunciando la muerte de niños por hambre y la devastación de la población civil.

Me pregunto si entre tantas figuras hagiográficas discutibles y tanto varón solemne poblando nuestras calles, habría espacio para recordar a una mujer valiente como Francesca Albanese. Su ejemplo nos recuerda que la defensa de los derechos y la justicia exige acción, no indiferencia. Frente a los embates de Estados Unidos bajo Trump, no basta con lamentarse: debemos actuar. Y debemos hacerlo asumiendo un hecho incómodo pero evidente: nuestras autoridades europeas han demostrado reiteradamente que, más allá de un europeísmo retórico y vacío, no tienen intención real de enfrentar a Trump. Por tanto, tampoco defienden efectivamente los intereses de los ciudadanos europeos.
Ante esta dejación, la responsabilidad recae en la sociedad civil. Es necesario tomar conciencia, organizarse y articular un liderazgo serio y sólido, capaz de confrontar a Trump mediante propuestas rigurosas, fundamentadas y estratégicas, no con gestos simbólicos ni declaraciones vacías. No podemos permitir que este personaje, objetivamente peligroso y con un historial que lo sitúa en el terreno de lo criminal, nos amenace directamente, avasalle principios democráticos y derechos humanos, y menosprecie nuestra cultura y valores mientras nuestros dirigentes optan por tratar su autoritarismo con indulgencia y sumisión.
Debemos abordar el “problema Trump” como lo que es: un enemigo muy peligroso. Reducirlo a un espectáculo grotesco, a “ese tipo raro que anima conversaciones”, no solo trivializa el daño que provoca, sino que lo normaliza y lo refuerza. Nuestra pasividad lo alimenta. Solo nuestra desidia explica su margen de maniobra. Está en nuestras manos poner fin a esta inercia y hacerlo de manera consciente y colectiva. Porque lo verdaderamente inquietante no es Trump, cuya naturaleza ya está sobradamente expuesta, sino nuestra actitud pasiva y resignada; conformarnos con ser meros figurantes no es ingenuidad, es complicidad.

