Aristóteles vino a advertir que la prudencia es incompatible con los juicios apresurados y las fórmulas simplistas, como los que hoy alimentan las redes y contaminan el debate público. Ni en la moral ni en la vida pública se puede juzgar la magnitud de los hechos sin atender a su contexto. Pero en el debate político ese criterio ha sido devorado por lo que Éric Sadin llama el “espíritu de época”: una atmósfera saturada de opiniones infundadas, escándalos inflados al minuto y campañas de descrédito que prescinden de los hechos para centrarse en el efecto. Aquí la gravedad de un caso no depende de su entidad real, sino del ruido que logre provocar y de la destreza de los adversarios para amplificarlo.
Por tanto, si aspiramos a realizar un análisis comparativo riguroso de los recientes casos de corrupción en España, a fin de establecer donde hay mayor gravedad —si en el Caso Cerdán (PSOE) o en el Caso Policía Patriótica, Operación Kitchen, (PP)—, es imprescindible apartar las opiniones y valoraciones hiperbólicas de Feijóo, Tellado y su cohorte mediática. En su lugar, el criterio debe asentarse en los hechos acreditados hasta la fecha, evaluados desde tres ejes objetivos: la tipificación penal concreta, el grado de afectación a los derechos fundamentales y el impacto sobre el interés público.
Bajo este enfoque, la conclusión es nítida: el caso policía patriótica (Operación Kitchen y derivaciones) presenta una mayor gravedad institucional. Pues se ha probado la existencia de una trama delictiva organizada desde el Ministerio del Interior, bajo Gobierno del PP, con objetivos tan espurios como ilegales: espionaje ilegal a Luis Bárcenas, con utilización de fondos reservados y medios policiales; espionaje ilegal a políticos nacionalistas catalanes, sin cobertura judicial; fabricación de pruebas e informes falsos destinados a perjudicar a dirigentes de Podemos, con la colaboración de ciertos medios; delitos investigados y en parte ya acreditados (malversación, prevaricación, revelación de secretos, organización criminal e interceptación ilegal de comunicaciones); uso fraudulento del aparato del Estado, vulnerando los principios esenciales del Estado de Derecho (separación de poderes, la integridad de las instituciones y las garantías democráticas).
Aunque el caso Cerdán, pese a su posible gravedad, se encuentra aún en una fase preliminar, no alcanza —por el momento— una magnitud comparable a la que revelaron las investigaciones oficiales sobre la operación Kitchen, ni en términos de organización, ni por su alcance, ni por el nivel de afectación estructural acreditado. Y eso que las conversaciones de María Dolores de Cospedal —entonces secretaria general del PP— con el comisario Villarejo, tan claras como un ‘no’ de Fraga en rueda de prensa, tampoco bastaron. No se consideraron relevantes. El juez las escuchó, las ponderó... y las archivó. Literalmente. A pesar de que en ellas se hablaba de “parar la sangría” judicial y de maniobrar para proteger al partido. Actualmente, las investigaciones en el caso Cerdán han revelado grabaciones que sugieren maniobras políticas para influir en procesos judiciales sensibles, así como indicios de posibles delitos —tráfico de influencias, prevaricación o cohecho, según evolucione la causa—. Sin embargo, no se ha acreditado hasta ahora la existencia de una estructura criminal ni el uso directo de recursos públicos en operaciones ilegales, y la afectación institucional se mantiene en una fase meramente indiciaria.

Si aplicamos el mismo análisis comparativo entre el caso Cerdán (PSOE) y el caso Gürtel, la conclusión técnica también es clara: el caso Gürtel presenta una gravedad mayor. Pues nos encontramos ante una trama político-empresarial de corrupción con ramificaciones acreditadas a lo largo de varios años, que afectó a distintos niveles de la administración pública. Las sentencias firmes establecen la comisión de delitos como prevaricación, cohecho, fraude, tráfico de influencias, malversación y blanqueo de capitales. La implicación directa de altos cargos del Partido Popular, junto con empresarios que se beneficiaban de contratos amañados, dio lugar al desvío sistemático de fondos públicos, enriquecimiento ilícito y una manipulación persistente de la contratación pública. Las consecuencias institucionales fueron profundas: pérdida de legitimidad democrática, crisis política, moción de censura y condenas judiciales de gran alcance.
Sostenemos que el caso Gürtel reviste una gravedad mayor que el caso Cerdán, porque este se encuentra todavía en una fase preliminar. Y, aunque han surgido indicios de maniobras políticas para influir en procesos judiciales sensibles —y podrían derivarse delitos como tráfico de influencias, prevaricación o cohecho—, no se ha acreditado hasta el momento la existencia de una red criminal organizada, ni el uso indebido de recursos públicos, ni un daño económico cuantificable. Además, la afectación institucional sigue en fase indiciaria, sin que pueda compararse, por ahora, con el impacto estructural y democrático causado por Gürtel.
Es obvio que, en ese momento, los casos de corrupción del PP suponen en términos jurídicos una afectación mucho más grave al interés público, a los derechos fundamentales y al funcionamiento de las instituciones que lo que, hasta ahora, se ha revelado en el caso Cerdán. Y, sin embargo, la respuesta mediática no sigue ese criterio. No se corresponde con la magnitud real de los hechos, sino con la capacidad de cada bloque político —y sus altavoces— para explotar o minimizar los escándalos. Aquí la derecha política y mediática juega con ventaja, y no porque los hechos se lo otorguen, sino porque maneja con destreza dos comodines especialmente eficaces: por un lado, no tiene escrúpulos en mentir, exagerar o difamar gratuitamente si el objetivo es erosionar al adversario, siguiendo la escuela política que se consolidó con José María Aznar y que sus herederos practican hoy con total desenvoltura. Al constante ruido mediático e hiperbólico que cuestiona la legitimidad del gobierno democrático se suma, como advierte el periodista Pedro Vallín, un fenómeno más profundo: el descontrol del llamado Estado Profundo —en su libro C3PO en la corte del rey Felipe—.
Durante la Transición, las viejas estructuras del franquismo —judicatura, fuerzas del orden, aparato burocrático— no fueron desmanteladas, sino integradas y contenidas dentro del nuevo marco democrático. Ese equilibrio funcionó durante décadas, pero hoy parece roto. Según Vallín, sectores conservadores han logrado tomar posiciones clave en esas instituciones, debilitando su neutralidad y convirtiéndolas en actores políticos. Esta ocupación silenciosa del Estado refuerza la ofensiva contra el gobierno desde dentro del propio aparato institucional. Una ofensiva que no requiere inventar noticias: basta con dejar que ciertas decisiones —o ciertas omisiones— se filtren desde dentro.
Porque la deslealtad institucional, o el uso partidista del poder, no se manifiesta solo en el abuso de autoridad, sino también cuando, en lugar de respetar la neutralidad, la legalidad y los principios democráticos, se actúa guiado por intereses políticos o ideológicos, socavando desde dentro el equilibrio del sistema. No se trata necesariamente de actos ilegales, sino de acciones deliberadas que rompen la lealtad debida al marco constitucional: manipulación sutil del calendario judicial, orientación interesada de resoluciones para perjudicar a un adversario político, filtración estratégica de sumarios, dosificación calculada de expedientes, omisión de acciones legales cuando convendría activarlas, gestión encubierta de los silencios… Una guerra de desgaste que no necesita inventar ficciones, porque ya controla el caudal de lo real.