La mención a una escuela política basada en falsedades no es una afirmación gratuita. José María Aznar —quizás el que más levitó en el reciente congreso del PP— dejó tras de sí un legado político plagado de sombras, pero también de falsedades que, con el tiempo, se fueron desmoronando. La más recordada: su empecinamiento en atribuir a ETA los atentados del 11‑M, cuando ya las investigaciones apuntaban al yihadismo. No fue la única. Defendió la existencia de armas de destrucción masiva en Irak, argumento clave para justificar la invasión, hasta que la realidad le obligó a reconocer su inexistencia. Negó la caja B del PP, pese a las sentencias firmes del caso Gürtel. Exageró supuestas amnistías fiscales socialistas sin pruebas. Ridiculizó el cambio climático tras haber firmado Kioto.
Y mientras el chapapote del Prestige asolaba las costas, su Gobierno hablaba de “pequeños hilillos”. Incluso permitió que su ministro de Defensa, Federico Trillo, negara cualquier irregularidad tras el accidente del Yak-42, cuando los tribunales acabaron demostrando que decenas de militares fueron enterrados sin ser identificados, en una de las páginas más infames de su mandato. No solo se vulneró la dignidad de las víctimas y se ocultó la verdad a sus familias; se llegó al extremo de realizar rituales funerarios a quienes no eran sus propios hijos, intercambiando identidades y, en algunos casos, mezclando ceremonias religiosas ajenas, como si los difuntos fueran piezas anónimas en un inventario macabro. Hoy, desde su fundación FAES, sigue alimentando teorías conspirativas sobre el 11‑M, ignorando sentencias y evidencias. Un historial que demuestra que, en política, a veces la mentira tiene carrera larga.
Para constatar que esta escuela de la difamación tiene discípulos aplicados basta con observar la reacción al caso Cerdán. Estamos ante una investigación en curso, indicios de conversaciones inapropiadas, pero sin que se haya acreditado, por ahora, la existencia de una estructura criminal, ni un desvío de fondos públicos, ni una red organizada para delinquir. Aun así, en cuanto saltó el escándalo, Alberto Núñez Feijóo —como señalé en un artículo anterior— amplió la etiqueta de corrupto no solo a Cerdán, sino directamente al presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. Como si la actuación, aún no probada, de un dirigente bastara para condenar por contagio político a todo su entorno. Tan absurdo como si hubiéramos dado por corrupto a Aznar por los escándalos de sus ministros Zaplana, Rato o Jaume Matas. O como si hubiésemos exigido responsabilidades penales directas a Esperanza Aguirre por los múltiples casos de corrupción que brotaron en su entorno.

El problema de esta lógica es su asimetría descarada. Porque aplicando el mismo criterio, deberíamos haber dado por corrupto al propio José María Aznar en cuanto varios de sus colaboradores más cercanos —Eduardo Zaplana, Rodrigo Rato o Jaume Matas— fueron imputados, procesados y, en algunos casos, condenados por delitos de enorme gravedad en el ámbito económico y político. Su propia lógica lo alcanza y lo condena. ¿Se acusó a Aznar de ser personalmente corrupto por los escándalos de sus colaboradores? No. De hecho, su entorno mediático aplicó la doctrina del “caso aislado”, eludió la responsabilidad política en bloque y defendió la presunción de inocencia, algo que hoy se niega al adversario sin pudor.
Otro ejemplo aún más gráfico es el de Esperanza Aguirre, expresidenta de la Comunidad de Madrid, a cuya presidencia accedió gracias al llamado “tamayazo”. Durante su mandato florecieron en su entorno múltiples casos de corrupción: Púnica, Gürtel, Lezo, entre otros. Varios de sus colaboradores más cercanos —como Ignacio González, también expresidente de la Comunidad, y Francisco Granados, exconsejero de Interior y exsecretario general del PP madrileño— acabaron imputados y pasaron por prisión provisional. Sin embargo, la misma derecha mediática que hoy señala al presidente Sánchez con dedo inquisidor sostenía entonces que Aguirre “no podía saberlo todo”, que era víctima de su entorno y que no debía responder políticamente por los delitos ajenos.
Esta doble vara de medir no responde a un criterio jurídico ni ético, sino a una estrategia de desgaste político amparada por un ecosistema mediático que opera como caja de resonancia de la derecha. La consecuencia es una distorsión grave en la percepción pública: casos en fase indiciaria se magnifican hasta el escándalo nacional, mientras tramas criminales estructuradas, como Kitchen o Gürtel, se diluyen entre titulares amortiguados o se presentan como hechos del pasado ya superados.
Y aquí entran en escena Tellado y Ester Muñoz, cuya designación difícilmente responde al criterio de incorporar voces preparadas para explicar un programa electoral —probablemente, si se limitaran a eso, el efecto sería contraproducente y perderían apoyos—. Defender ideas exige algo más que repetir consignas y requiere, sobre todo, el valor de contrastarlas con el adversario, pero no parece que esa sea su prioridad. El perfil de ambos no invita precisamente al debate sosegado ni a la construcción de acuerdos. Más que moderadores o interlocutores, parecen herederos directos de esa vieja escuela que cultivaron figuras como Francisco Álvarez Cascos, Rafael Hernando o Martínez Pujalte: el discurso vacío, las ideas ausentes y la difamación prefabricada, lista para agitar su público y embarrar el terreno.
Con este análisis comparativo no se pretende, en absoluto, restar gravedad al caso Cerdán. Cualquier sospecha de corrupción exige ser investigada con rigor, venga de donde venga. Ahora bien, a la vista del entusiasmo casi místico que exhibieron algunos dirigentes del Partido Popular en el Congreso celebrado en Valencia —donde se pasearon como heraldos de la honradez, envueltos en la pureza de unos inmaculados ángeles institucionales—, conviene recordar que pocos —muy pocos— circulan ligeros de equipaje. Más bien lo contrario: arrastran cajas negras pesadas, que muchos preferirían mantener bien enterradas. Si no por acción, por omisión. En este contexto, conviene que los dirigentes socialistas, tan dados a la torpeza de aficionado, no acaben convirtiendo la caja negra de sus adversarios en la carta robada de Edgar Allan Poe: tan visible, tan al alcance de todos, que nadie repare en ella, atentos como están a los nuevos despropósitos que florecen en Ferraz. No basta con tener razón: hay que expresarla con claridad, defenderla con firmeza y dotarla de persuasión para que cale. Si añadir nuevos motivos de distracción.
Por eso, cuantos más datos ciertos, contrastados y completos tenga la ciudadanía, y cuantos más análisis rigurosos y bien fundamentados se pongan a su alcance, más justa y atinada será su valoración. Y cuanto menos espacio cedamos a los discursos inflamados pero desmemoriados, más sólida será la democracia. Porque la regeneración política no nace de los sermones efervescentes lanzados en los congresos, sino del reconocimiento honesto del pasado y de la coherencia en el presente.