En los últimos años, la paleogenómica, esa joven ciencia que extrae ADN de huesos humanos milenarios para leerlos como archivos de historia, ha hecho estallar muchas certezas sobre quiénes somos y de dónde venimos. Si los libros de historia se escribieron durante siglos desde la pluma del vencedor, hoy los escriben desde el laboratorio los fragmentos de ADN. Y su relato, aunque silencioso, tiene un poder de persuasión abrumador: demuestra que todos somos mezcla, mestizaje y memoria biológica del encuentro.

En el caso de la península ibérica, la paleogenómica ha producido un verdadero terremoto. En 2019, el estudio The Genomic History of the Iberian Peninsula over the Past 8000 Years, publicado en Science, reconstruyó la composición genética de 271 individuos antiguos y dibujó un mapa histórico de migraciones, hibridaciones y reemplazos genéticos que abarca desde el Mesolítico hasta la Edad Media. El resultado fue claro: la península ibérica, y especialmente su mitad sur, es uno de los espacios más diversos y dinámicos de la historia humana europea. No existe una Iberia genética, sino una pluralidad de Iberias superpuestas, un mosaico biocultural en movimiento.

El sur peninsular, el territorio que hoy llamamos Andalucía, ha sido durante ocho milenios una puerta abierta entre mundos. Desde las primeras migraciones neolíticas procedentes de Anatolia hasta los intercambios transmediterráneos con el Magreb, pasando por los flujos fenicios, romanos, visigodos, islámicos y modernos, la secuencia genética del sur cuenta la historia de la mezcla como norma. No hay pureza, ni siquiera origen único. Los datos son elocuentes. Mientras las poblaciones actuales del norte ibérico presentan una composición genética dominada en un 85 o 90 por ciento por linajes europeos occidentales, descendientes de cazadores mesolíticos y agricultores neolíticos, en el sur esa proporción baja al 70 u 80 por ciento. El resto procede de aportes esteparios, del Cáucaso y el norte del mar Negro, introducidos en la Edad del Bronce, y de flujos norteafricanos y subsaharianos llegados en varias oleadas, en torno al 10 o 12 por ciento de ascendencia magrebí y hasta un 2 por ciento de linajes subsaharianos.

Lo significativo no es solo el porcentaje, sino la continuidad. Esa mezcla no es un episodio puntual, sino una corriente constante que ha modelado las poblaciones andaluzas a lo largo de los siglos. Los marcadores genéticos del norte de África, como el haplogrupo U6 o el cromosoma Y E-M81, están presentes desde el Calcolítico y aumentan durante el periodo islámico. Después de la expulsión de moriscos, su frecuencia disminuye, pero nunca desaparece. En términos biológicos, esto significa que la identidad genética del sur ibérico es estructuralmente mestiza. En términos culturales y políticos, significa que el mito de la pureza, racial, nacional o cultural, no tiene fundamento ni en la historia ni en la biología.

Pero, ¿qué tiene que ver la genética con la cultura? ¿Podemos derivar de los cromosomas una ética o una política? Obviamente no, pero sí podemos descubrir una correspondencia profunda entre los patrones biológicos y los modelos culturales que emergen de ellos. Si el genoma del sur es mezcla, su cultura también lo es aunque por esa causa necesariamente. Andalucía, es una de las poblaciones europeas que ha construido su identidad sobre el reconocimiento, a veces melancólico, a veces orgulloso, de la fusión. De ahí que hablar de una identidad cultural mestiza no sea una metáfora poética, sino una descripción literal. En el archivo paleogenómico está inscrita una historia de diversidad que el lenguaje, la música, la arquitectura y las costumbres han seguido reproduciendo durante siglos. Del flamenco a la poesía sufí, de la gastronomía al vocabulario andaluz, la impronta del mestizaje atraviesa todos los estratos del ser andaluz.

Seria factible formular una imagen intuitivamente poderosa para pensar esta condición: el “velo de la ignorancia invertido”. Inspirado en John Rawls, quien propuso imaginar una sociedad justa desde un velo que nos oculta quiénes seremos en ella, podríamos ejecutar un giro radical de esa idea. Invirtiendo la secuencia histórica como un contra factico “como si”. Detrás del velo rawlsiano, los individuos ignoran su posición futura; detrás del velo invertido, los pueblos ignoran, porque es imposible saberlo, cuál es su origen puro. En el contexto andaluz, esta inversión tiene una potencia simbólica enorme. Significa que la ignorancia sobre la pureza no es un defecto, sino una garantía de igualdad. Nadie puede reivindicar superioridad de linaje porque todos somos mezcla. El mestizaje, entonces, no es solo una descripción genética, sino un principio moral: una forma de justicia que se funda en la simetría de la ignorancia.

Rawls propuso su “velo de la ignorancia” como un experimento mental para diseñar instituciones justas. Si no supiéramos qué lugar ocuparemos, si ricos o pobres, hombres o mujeres, creyentes o no, elegiríamos reglas equitativas para todos. En el terreno cultural, la lógica del mestizaje produce un efecto similar. Si nadie puede saber a qué linaje pertenece en sentido estricto, la única identidad racional es la que integra todas las herencias posibles. Desde ese punto de vista, la identidad andaluza, esa mezcla de influencias islámicas, judías, castellanas, africanas y mediterráneas, no es una anomalía, sino una forma avanzada de racionalidad colectiva. Frente a los esencialismos nacionalistas, que definen la cultura por la exclusión, el mestizaje propone una cultura de inclusión bajo incertidumbre. La diversidad deja de ser un problema que hay que gestionar y se convierte en la condición de posibilidad de toda convivencia justa.

La paleogenómica, sin proponérselo, confirma este principio moral. Allí donde el mestizaje ha sido mayor, la resiliencia biológica y cultural también lo ha sido. Las poblaciones que mezclan sobreviven mejor a los cambios climáticos, a las migraciones y a las crisis políticas. Andalucía, esa frontera viva entre Europa y África, ha hecho de esa flexibilidad una virtud histórica. La ciencia del ADN antiguo no solo reconstruye el pasado: nos obliga a repensar el presente. Cuando el laboratorio revela que las identidades puras son ficciones, el discurso político basado en la homogeneidad se tambalea. La paleogenómica se convierte así en una ciencia incómoda porque desactiva los mitos fundacionales que todavía sostienen muchos nacionalismos contemporáneos.

En ese sentido, los hallazgos de Olalde y de otros equipos europeos tienen un potencial emancipador. Muestran que las fronteras, tal como las concebimos, son episodios recientes y efímeros. El flujo genético entre África y Europa ha sido constante durante milenios, lo que varía es la forma en que las culturas lo interpretan. Lo que antes se vivía como convivencia o mestizaje, más tarde se convirtió en conquista o invasión, y hoy se traduce en inmigración. Pero el hecho biológico, la permeabilidad del Mediterráneo, permanece inalterable. El ADN, en este sentido, es un archivo de memoria ecológica y social. Cada genoma es una crónica de encuentros: un mapa de rutas, matrimonios, migraciones y supervivencias. La paleogenómica nos enseña que la historia de la humanidad no es la de pueblos aislados, sino la de redes que se entrelazan y se transforman mutuamente. Y, en el caso de Andalucía, esa red ha sido excepcionalmente densa.

Convertir esa evidencia científica en un relato político es la tarea del presente. En un tiempo donde los populismos identitarios resurgen en toda Europa, la lección del sur ibérico adquiere un valor ejemplar. La identidad mestiza no niega las diferencias: las asume como origen y como destino. No se trata de diluir lo particular en una globalidad abstracta, sino de reconocer que toda particularidad es ya una mezcla de historias, lenguas y sangres. De ahí la propuesta del “velo de la ignorancia invertido” como modelo ético para la convivencia contemporánea. Si aceptamos que nadie posee un linaje puro, que todos somos herederos de una historia entrelazada, entonces la única identidad legítima es la que respeta la pluralidad de sus componentes. En el caso andaluz, eso significa asumir sin complejos la herencia árabe, judía, africana, mediterránea y europea, no como capas separadas, sino como un tejido continuo.

El mestizaje, entendido así, no es un simple dato antropológico, sino un proyecto político. Es una apuesta por la igualdad a partir de la diversidad, por la cooperación frente a la jerarquía. Y es también una forma de resistencia cultural ante las simplificaciones identitarias que recorren el mundo. Lo que la paleogenómica revela sobre Andalucía tiene resonancias que van más allá de su geografía. En un planeta marcado por las migraciones, las mezclas y los desplazamientos, el sur ibérico funciona como una metáfora de lo que somos todos: resultado de miles de años de interdependencia. La identidad mestiza andaluza puede leerse como una versión local de una condición universal: la de una humanidad compuesta por capas sucesivas de alteridad.

En este sentido, el discurso sobre el mestizaje ya no pertenece solo a la antropología o a la historia, sino a la ética del siglo XXI. En un mundo globalizado, donde las fronteras biológicas y culturales se disuelven, aprender a pensar desde la mezcla, y no contra ella, se convierte en una forma de sabiduría colectiva. La paleogenómica no nos dice solo que somos diversos, sino que somos fruto de la diversidad. La integración de los datos paleogenómicos en el debate cultural no es una curiosidad erudita, sino una necesidad. La política del futuro se jugará en la capacidad de las sociedades para reconocer la pluralidad que las habita. Y ahí la ciencia puede ofrecer un relato común que sustituya a los viejos mitos identitarios. No se trata de reducir la cultura a genética, sino de usar la evidencia biológica como punto de partida para una ética de la convivencia.

La paleogenómica no dicta quiénes somos, pero desmiente quiénes no somos. Nos recuerda que ninguna identidad puede reclamarse pura, ni exclusiva, ni eterna. Que la historia de la vida, como la de la cultura, es un proceso de mestizaje permanente. Y que, por tanto, cualquier proyecto político basado en la pureza está condenado al fracaso moral y biológico. El “velo de la ignorancia invertido” propone un gesto de humildad radical: reconocer que no sabemos ni podemos saber cuál es nuestro origen . Esa ignorancia compartida es la base de una nueva justicia simbólica. Si el velo de Rawls buscaba neutralizar el privilegio social, el velo invertido desactiva el privilegio de la identidad y la herencia. Ambos apuntan al mismo fin: una sociedad donde las reglas y los símbolos se elijan como si nadie fuera superior a nadie.