Hubo una vez un lugar y un instante escapados del engranaje del tiempo. En aquel momento fugitivo del reloj, los niños jugaban como locos a las canastitas, al plim y al ruchito micaio, los hombres sin movimiento disputaban al dominó o leían el periódico desde la primera hasta la última página, incluidos los anuncios, y charlaban sobre los acontecimientos del día. La raya del sol detuvo su avance para, a través de la ventana abierta, calentarle las piernas al barbero Mamurcia. Aquel lugar fuera del tiempo y del espacio era un andurrial formado por la calle Mayor, la plaza de abastos y la callejuelilla del cura. Lejos de allí, vestidas de negro y con roete en la nuca, unas mujeres hundían los brazos en barreños de agua teñida de añil y otras avivaban la candela con soplillos de palma.

Una vez terminada la tarea de pelar a un cazador, el barbero Mamurcia miró por la ventana y fue como si accionara la palanca del tiempo. La encrucijada retomó el ritmo frenético acostumbrado. A un lado de la calle Mayor, el bar Catalino surtía a los niños de chapas de cervezas con las que hacían canastitas, pura pasión. Casi enfrente del Catalino, el mesón de Juan Corzo reunía a la clientela "fina", la amante de las formas del diseño moderno y de los buenos modales. La mañana de otoño era fría, de cuando el otoño era otoño y las mañanas agradecían el abrazo templado del sol. Con los ojos como platos, los niños apretaban la nariz contra el cristal de la puerta del Catalino. Dentro, Sebastián tomaba la tiza de su oreja derecha y anotaba sobre el mostrador la cuenta de un cliente, mientras detrás de él, Román secaba un vaso con un paño blanco.

Antonio Catalino y Juan Chicaíngo, en la puerta del bar en los años 60

La pared lucía el cartel anunciador de "Manuela", la película dirigida en 1976 por Gonzalo García Pelayo y rodada en Carmona, Lebrija y Sevilla. La sensualidad de aquel cartel, con Charo López de hombros desnudos, atrapaba como un imán la mirada de los niños. La taberna de los Catalino publicitaba las mejores películas y las otras, las del montón, quedaban para la pared de la barbería del Maestro Olla. Llamarle taberna al establecimiento más importante de la calle Mayor es injusto. En realidad, el Catalino era el núcleo incandescente que fundía en oro la vida de Fuentes, le insuflaba impulso y la lanzaba calle arriba y calle abajo en todas direcciones. Latía, respiraba, bebía y comía Fuentes por unas venas invisibles que, partiendo de su mostrador y de su reservado, extendía su magma rico en sapiencia por la Calleja del Cura, la Carrera, la Matea, el Postigo, los Arbolitos... para regresar, después de haber alimentado el alma de todo Fuentes, por las calles de la Humildad, Lora y otra vez Mayor.

De nuevo en el Catalino, la vida volvía a sentarse con los parroquianos a jugar al dominó, leer el ABC o hacerle un traje al vecindario, mientras el Bobi, con un cigarro sujeto por el meñique y el anular, le servía un café bien cargado. A su lado se sentaron mucho tiempo Antonio Catalina, Millán Herce, Diego el Comelón, Manolito Reverte, Francisquito la Mesesale, Ramírez... Si la casualidad hiciera que fuese verano, en los veladores de la puerta. Si invierno fuera, en el interior. Con las tragaperras importunando con su soniquete. Si verano era y aún no superado el año 1985, cuando llegó el aire acondicionado, el Catalino ofrecían a su selecta clientela buenos ventiladores y densas cortinas contra el sol.

De izquierda a derecha, Román, Vito Leonés, Sebastián, Juan Condito y Sebastián el pescaero.

El Catalino heredó la fama de Antonio el Parro, de la Carrera, tabernero mayor de Fuentes durante los años 50 y 60. A la Carrera iba todo el señorío de Fuentes, el lugar de encuentro de los pipijotas. Callado el bullicio del Parro, y cerrada la ventana de la calle Caldereros en la que los privilegiados se aprovisionaba de jamón del bueno y los de medio pelo de tocino de jamón para recuperarse de alguna enfermedad, Antonio Catalina heredó el privilegio de servir el mejor café del lugar. Porque Antonio Catalina tenía un café exquisito y unas pipas para después con un tueste especial. Y las tapas, dignas de aquel eslogan de ambigú que decíase "de esmerado servicio". Mero para chuparse los dedos, jamón selecto y queso de maravilla, el vino manzanilla exquisito, todo esto iba acompañado del cante flamenco. El Catalino era "camaronista" hasta los tuétanos. Tanto escuchaban a Camarón entre aquellas paredes que el eco de la voz de Antonio, Pepe, Bobi, Román y Sebastián tenía el mismo timbre que la del cantaor de la Isla.

Tan grande era la fuerza del Catalino, que llegó un momento en el que desbordó las barreras naturales de la taberna e inundó por un tiempo los aledaños. Ocurrió allá por el año 1976 cuando Antonio y Sebastián tomaron las riendas de la taberna de Francisquito, que estaba frente a la posada y que por entonces regentaban los Malapatas. Antonio y Sebastián llevaban el nuevo establecimiento, mientras Cristóbal "Bobi" y Román trajinaban en la grande. Así fue hasta 1981, año arriba o abajo, cuando cerraron la antigua de Francisquito para que Sebastián tuviera tiempo que dedicarle a la alcaldía. Cristóbal era muy aficionado a los palomos, que compartía con su colega Millán Herce, que vivía en la calejuelilla de la iglesia. También le gustaban los gallos de pelea.

Los padres de los Catalino eran Antonio Martín y Remedios Caro, gente "de derechas de toda la vida". Antonio era de mucho carácter, alto y fuerte, aunque los hijos salieron a la madre, mujer muy dulce y cariñosa. Además de tabernero, Antonio era mayete acomodado, que hubiese preferido ser como su sobrino Pepe (Martín Ruano), maestro de escuela, que tuvo su primer destino en Lantejuela. Decía que su sobrino no tenía que mirar al cielo cada mañana ni era un esclavo como camarero. Maestro era lo mejor que podía soñar un mayete de la época.

Detrás de la barra, de izquierda a derecha, Sebastián, dos camareros de Marchena, Bobi y Remedios Caro la Cochoba.

Por los andurriales del Catalino y del mesón de Juan Corzo, que por aquellos años sentó sus reales en la pared de enfrente, siempre anduvieron el flamenco, los toros, el carnaval, la semana santa, los gallos, el fútbol y la política. Es decir, la vida misma, sus circunstancias y sus circunloquios. Nadie en su sano juicio obviará que allí nació la democracia municipal una vez puestas las urnas después de muerto el líder indiscutible (quien se atreviera a discutirle iba a la cárcel). La trajeron al mundo local Sebastián Catalino y sus correligionarios Salvador Sarria, Villares, Tío los Hierros, Robustiano, Rubio Plaza, Bejarano, Michiclorio, el Cojo Golondrina, Bernardino, Eugenio... En el seno de una familia "muy de derechas", Sebastian aguantó carros y carretas, pero siguió siendo rojo, cosa que el pueblo le agradeció haciéndolo alcalde en las elecciones de 1979.

Lo anterior no quitaba que desde su balcón se cantaran las mejores saetas al paso de las procesiones primaverales. Paraba delante del Catalino un palio con la Virgen, alguien le cantaba una saeta y, acto seguido, una mano anónima levantaba el faldón del paso para gritarle a los costaleros "¡viva Comisiones Obreras!" "¡Vivaaaa!" respondían a coro los costaleros a sueldo. La psicología también nació en el Catalino antes de que inventaran los gabinetes de atención psicológica y puede que hasta antes incluso de que crearan a los argentinos. "Los Catalino están muy placeados", decían en Fuentes cuando querían decir que eran muy experimentados en el trato con las personas. Tenían salida para todo y a cada cliente le daban lo que necesitaba. Que un café, el mejor café. Que conversación, amena charla. Que lectura, el periódico. Que hablar, el oído más atento.

El Catalino, en la actualidad

Cuando un cliente exageraba, el Bobi pegaba una voz en seco y frenaba, aunque con el don de pararlo con gracia. El Bobi recordaba a su hermano Pepe, fallecido muy joven. Decía que Pepe tenía mucha traza para engordar a los cochinos. Los dejaba que se pusieran grandes echándoles poco de comer, y cuando ya habían crecido lo suficiente los cebaba como lo que eran, cerdos para que engordaran como puercos. Así sacaba cochinos gigantes y muy gordos. El Bobi era el agricultor de los Catalino y todo su anhelo era sacar agua en los jaraíllos. Recordaba el Bobi el consejo de un experimentado hombre, ya viejo, llamado "Manuel Arropia", que siempre le decía decía "no saques agua en los jaraíllos, que la ruina de la agricultura es sacar agua. Si hay mucha producción, el producto no se vende a buenos precios".

De todos los hermanos, el Bobi era más nervioso. Como el rabo un chivo. Y generoso: si un mayete le hacía un favor, él se lo devolvía con creces. Román también era talentoso en las relaciones sociales. Con la bandeja en la mano era el más habilidoso de Fuentes. El número uno. En cambio, Antonio era en más callado. Tanto, que sus hermanos le llamaban "chochón". En la política, cómo sería de importante el Catalino que logró el milagro de la convivencia en un Fuentes tradicionalmente irreconciliable en cuestiones de ideales. Allí tuvieron que coincidir falangistas y comunistas, centristas y medio pensionistas. Todos a una a la hora del café. Tan bueno era el que colaban los Catalino. Hubo falangistas que a la cárcel de Jaén a ver a Sebastián cuando estuvo preso por comunista. Así de cumplidos era los parroquianos de Antonio Catalina.

Hubo una vez un lugar que logró la proeza de escapar del tiempo. Allí permanece, inalterable, en la encrucijada de la calle Mayor, la Plaza de Abajo y la Callejuelilla del Cura. Inalterables los veladores en verano y, en invierno, inalterable el cafelito caliente de las partidas de dominó. En la pared, el cartel de "Manuela" y sobre las mesas, las fichas blancas moteadas de negro a la espera de los jugadores. Hay un lugar de tránsito obligado, al que llaman Catalino, esperando a los amantes de los andurriales de Fuentes.