Días de sal y arena, horas de Sol que quema sobre la tumbona alquilada a precio de oro. Lecturas en las horas calmas a la sombra de una sombrilla. Las olas de espuma borran los nombres escritos en la arena. Los minutos transitan despacio con el vaivén incesante. El horizonte es la frontera que divide en dos el universo. De este lado vacaciones, paella y chiringuito, del otro sudorosos camareros que cobran el salario mínimo y escriben sus sueños con tinta negra de calamar para que no los borre la espuma blanca.

Ruido de fondo y radio portátil, la realidad se cuela por un altavoz en el paraíso, narrando los días sin sombra y las horas sin color bajo el fuego en Gaza. La muerte se vuelve ordinaria en el pequeño aparato cuando hay niños en la otra orilla que comen arena. El agua de mar es salada, las lágrimas de las madres palestinas también. Putin y Trump son como el Gordo y el Flaco dividiéndose una tarta en la helada Alaska, no caen miguitas. Triunfa la infamia desde los “tiempos atapuercos”.

La gente sobrevive sin nada, “sobremuere” por nada.

Pero aquí la espuma es esponjosa, la cerveza dorada, el asequible premio del mortal baja por la garganta, ahhhhh. Dios, Alá, Jehová, Buda, Baco, Maradona…  qué suerte tengo de estar a salvo en la playa. El edén es pequeño y efímero, pero aquí no hay jefe agobiante, ni hipoteca “estrangulante”, ni siquiera hay complejo al mostrar los michelines.  Pero la mar se calienta y ondula emulando las dunas del desierto, quiere ponerse en pie, tomar la tierra y convertirla en piélago. El Sahara sin embargo quiere avanzar hasta aquí y secarlo todo, transformar el mar en arena. Tierra y mar, arena y agua luchando entre sí como piratas por conseguir un botín.

Algo le está pasando al clima.

Los iluminados del bronce dicen que no pasa nada, que todo es como ha sido siempre, que no hay problema con el clima, sino con llegar al clímax. Que todo está como debe ser. Que el arriba siempre tiene que estar arriba, aunque el abajo se hunda en el asfalto. Dicen que las clases ya no existen, dicen que ellos viven por debajo de sus posibilidades y nosotros muy por encima. Dicen que somos vagos y ociosos, que lo queremos todo, salud y bienestar, educación y vacaciones, vivienda y bomberos, café con leche y cerveza con espuma y hasta una tapa de calamares con tinta para escribir nuestros sueños rotos.

Les apoyan rebaños enteros.

Arde España de extranjeros rubios con papeles en las congestionadas playas, arde la arena camino del chiringuito, arde la factura hostelera cada vez más cara. La costa también se vuelve exclusiva, impagable para el común de los locales. “Qué sobrevaloradas están las vacaciones”, con lo bien que se está en un piso de alquiler aunque se trague todo el salario. Qué egoísta es la gente, los camareros quieren un sueldo digno por el mismo sudor, los bomberos forestales no quieren un contrato de peón jardinero. Qué enérgicos los patriotas pirómanos que se meten a políticos y decretan que el dinero se despilfarra en temporeros para apagar fuegos inexistentes, mientras España se hunde por falta de toreros.

¡Cuéntalo tú que tienes más gracia!  

Arde el bosque público y también el privado “cuando el monte se quema algo suyo se quema, señor conde”. El espacio entre las ciudades es un desierto sin beduinos ni rebaños de cabras, sólo los viejos se aferran a sus raíces, pero hasta las raíces arden. Aquí se tejen cortinas de humo para ciertos responsables sin responsabilidad alguna. Las fábricas de ruedas de molino no dan abasto.

“¡Cabrones ecologistas!”

El tiempo se mide en ardientes veranos que pasan ligero, duramos lo que dura un misto. Los granos de arena son como los años que caen hacia abajo en un reloj de cristal, cada vez quedan menos granos, cada vez menos tiempo. Qué diferente era todo antes: el Seat 600, las caravanas, la baca repleta, nevera, sombrilla y cinco niños por familia. Hay quien quiere volver a vivir en ese idealizado mundo desarrollista pero con un móvil en la mano. El aire es salado y húmedo, las olas mueven las caderas en su ir y venir, el mar es hipnótico se parece al fuego, se puede mirar durante horas, nunca aburre. La gente se exhibe sin complejos en la playa. Las mujeres lucen cuerpos esculturales, los hombres rebosan músculos, yo ni en mi mejor época…

Hay quien no vale para pavo.

El afortunado bañista se siente como un general romano entre campañas, descansando como un guerrero que ha tomado una colina, pero ha perdido tres cerros sabiendo que hay que protegerse de los idus de agosto, de la arena fina y del fuego eterno. Pero hay que vivir este momento, que como otros momentos es posible que no sea original, pero sí irrepetible.

Carpe diem.