No había dormido diez horas seguidas, la noche anterior vi un episodio en la tele de una serie que se titulaba “Napoleón y el amor”. No dejaba de preguntarme por qué un hombre tan autoritario, bajito y con mal carácter, tenía tanto éxito con las mujeres. A las ocho de aquel jueves ya estaba preparado para la tarea, quedaba menos para el sábado. Sonó el timbre, mi madre abrió la puerta, era Mercedes, la vecina. Muy alterada dijo:
- Inés ya.
- Ya qué, respondió mi madre.
- Ya qué, respondió mi madre.
- Lo van a anunciar en la tele.
Por lo visto aquella noticia era muy importante, mi hermana y yo encendimos el televisor. Aquel día no fuimos a la escuela, esa sí que era una buena noticia. A las diez, salió un tipo con orejas de soplillo, corbata negra y aspecto de enterrador, que dijo gimoteando: “españoles, Franco ha muerto”. Aquella me pareció una situación ridícula, al estilo del “El Príncipe Gitano” cantando en inglés “in the Getto”.
Napoleón tenía porte imperial y melena. Franco balbuceaba con un hilillo de voz ridícula, era calvo y rechoncho, parecía una aceituna. Aunque igual aquel hombrecillo era más importante que Napoleón porque era “caudillo de España por la gracia de Dios”, eso ponía en las monedas. Aquel abuelete estaba ahí desde siempre, mandaba mucho, no sonreía nunca, se dedicaba a cazar “mamuts y pescar cetáceos”, los domingos salía en el cine antes de la película. Toda la chavalería, yo incluido, aplaudíamos y gritábamos de alegría cuando se acababa el NO-DO, el tostón que hablaba siempre de Franco y de fútbol.
Vivía en un país extraño, pero a mí no me lo parecía, suponía que todos eran más o menos iguales. Mucha gente se había ido a trabajar fuera. Cuando volvían de vacaciones decían, uff, en el extranjerooo… Me despedí de compañeros de clase que tuvieron que emigrar con sus familias al norte, pero nadie del norte emigró a mi barrio. Todos teníamos familiares fuera. Entonces las familias eran enormes, en mi calle nos conocíamos todos, había niños por todas partes. El Zaidin era un barrizal en el que unos listos con amiguetes en el régimen se forraron construyendo enormes bloques de ladrillo para albergar a las gentes que habían migrado desde sus pueblos. Por supuesto nadie había previsto saneamientos, alumbrado ni escuelas, no había parques, ni plazas, ni árboles. Éramos el Magreb del norte.
La crisis del petróleo golpeaba fuerte, pero estábamos muy ocupados siendo niños. Eso sí, a mi padre le cambiaba la cara cada vez que alguno se dejaba una luz encendida, mi familia como todas, era militante del ahorro. Por supuesto, el día del Señor había que tener mucho cuidado con “la ropa de los domingos”. Rara vez se pronunciaba el nombre de Franco y cuando alguien lo hacía a continuación se oía “calla, calla, que te van a oír”. Toda la dictadura de aquel señor bajito fue, como en la novela de Luís Martín-Santos, un “Tiempo de silencio”.
Para muchos, el 20 de noviembre del 75 ha quedado suspendido en el espacio. Añoran los tiempos del palo sin zanahoria, de los hombres como Dios manda, de El Cordobés haciendo el salto de la rana. Creen que se puede volver a la casilla en la que les decían a sus mujeres “¡tú te callas!” y se callaban. La misa en latín por la mañana y la casa de citas por la tarde, en una sociedad uniformada y jerarquizada “¡usted no sabe con quién está hablando!” Aquellos tiempos serviles de “Fernando Galindo: un admirador, un esclavo, un siervo”.
Ahora, una desacomplejada ultraderecha salida del vertedero de la historia, ha convencido con vídeos cortos a una generación de chavales de “clase media”. Sin otros valores que el individualismo, creen que existió un país multicolor, sin autarquía, sin paro ni enfermedades, sin ley de vagos y maleantes ni tribunal de orden público, sin mili, sin SOFICO ni MATESA, con fines de semana libres. Franco pronunció una frase que parecía estúpidamente huera, como la letra de “Montañas nevadas” (“… voy por rutas imperiales caminando hacia Dios”).
A veces lo veo todo negro, creo que los cincuenta años transcurridos han sido un paréntesis, una anécdota y que volverá “la España de charanga y pandereta”, la de “que inventen otros”, hipócrita, caciquil, cateta y cruel. Llena de tíos arrogantes con los débiles, sumisos con los poderosos, que eleven a cobardes y traidores a la categoría de prohombres y héroes, al diferente a la de delincuente y a las mujeres a la nada.
Somos los hijos de un régimen fallido. Hace cincuenta años, nuestros mayores comenzaron a construir un futuro que ha hecho que, ahora de verdad, seamos un gran país. La democracia está otra vez en peligro, no nos la otorgaron Suárez y Juan Carlos I, fue el fruto de la lucha de un pueblo harto de sufrir, que quería que España no fuese diferente. Franco murió… pero su espíritu...