Trump quiso cobrar el Nobel por adelantado, con una propuesta de paz llena de cabos sueltos e incertidumbres. Su plan mereció una ovación clamorosa en el Parlamento israelí. Conviene no olvidar que, cuando el presidente estadounidense se jactaba entre bromas de haber inaugurado “la era dorada de Israel y de Oriente Próximo”, gracias a sus servicios, faltaban en esas tierras sesenta y siete mil vidas, y se contaban los mutilados por decenas de miles: la mayor cifra jamás provocada por voluntad humana. Tampoco conviene olvidar que los parlamentarios que lo aplaudían, puestos en pie y enfervorizados, eran los representantes de ciudadanos como los que retrata la escena siguiente: “Explosiones, explosiones; solo quiero oír explosiones. Y mirar hacia allí y solo ver el mar”. Nadav Hazen tiene 24 años, es de la localidad israelí de Sderot, a menos de dos kilómetros de Gaza, y cuenta que acude todos los días al mirador del municipio —«mi perro se ha quedado sordo de los bombardeos», ilustra— para ver desde lo alto cómo progresa la invasión israelí de la Franja, que este martes cumple dos años. […] “Decenas de israelíes se acercan cada día a contemplar el espectáculo de la guerra a este mirador”.

Este fragmento ilustrando a personas movidas por una crueldad obscena, procede de un artículo firmado por Antonio Pita, en El País, titulado “La sociedad israelí, ante la masacre de Gaza: entre la indiferencia y el entusiasmo”. En él, la crueldad alcanza las mismas cotas de barbarie en el ámbito doméstico que en el campo de exterminio. Se abre con esa escena en un mirador de Sderot y, como si el objetivo hiciera un zoom moral, muestra a familias, adolescentes y curiosos que acuden con telescopios y refrescos a contemplar los bombardeos; desde ahí traza el desplazamiento de una sociedad que ha normalizado el espectáculo de la destrucción: testimonios que piden “aplanar” o “derruir” Gaza, la “emigración” como eufemismo de la expulsión y una retórica que, tras el trauma del 7 de octubre, se vuelve socialmente aceptable. Los datos refuerzan el relato: un 76 % de judíos israelíes puntúa alto la afirmación “No hay inocentes en Gaza”; la mayoría dice querer el “fin de la guerra”, pero casi nadie por detener el daño a los gazatíes; más de la mitad declara no preocuparse por la hambruna; y varios sondeos elevan a mayoritaria la idea de “exiliar a los palestinos”. El texto intercala voces de analistas que hablan de “bestialización” del otro y de negación del propio papel de perpetrador, expone la brecha entre una minoría que se manifiesta y nombra “genocidio” y un discurso dominante que, en platós, interrumpe o ridiculiza el sufrimiento palestino, y concluye con la trampa de la memoria: invocar el Holocausto como escudo identitario a la vez que se desactiva la autocrítica; un relato que, del mirador a las encuestas, dibuja la deriva hacia la indiferencia —y, a veces, el entusiasmo— ante una masacre.

Hay momentos en que la palabra consternación se queda corta: la constatación de que grandes franjas de una sociedad miren el hambre, la mutilación y la destrucción con desprecio, indiferencia o incluso regocijo no es solo un dato sociológico; es una fractura moral de amplias capas de la sociedad israelí y la entrada en el territorio de la infamia. No toda la sociedad isrelí, no todos los ciudadanos comparten esa deriva; pero sí un clima social, un entramado de hábitos y lenguajes que, al repetirse y normalizarse, vuelven pensable lo intolerable. Que encuestas recientes muestren niveles altos de aceptación de medidas que equivalen a la expulsión masiva, o que una mayoría declarada no se diga “conmovida” por crímenes tan horrendos —por la hambruna organizada, por el récord de mutilaciones, por el récord de periodistas asesinados impunemente— obliga a una respuesta que vaya más allá del asombro: exige un juicio moral.

La indiferencia de amplios sectores de la sociedad israelí ante el sufrimiento ajeno erosiona su humanidad y los delata. Una comunidad no puede sobrevivir moralmente si decreta que del otro lado “no hay inocentes”, borrando de un plumazo a bebés, ancianos y enfermos que jamás empuñaron un arma. Se abre así la puerta a una aritmética sin escrúpulos en la que cualquier cifra se vuelve justificable. Quizás, para salir de esta ignominia, la mayor parte de la ciudadanía —del plató al aula, del escaño a la calle—, si aún no ha renunciado a pensar, debería imponerse un deber moral muy elemental: desobedecer esa mirada domesticada por una ultraderecha abyecta que convierte el dolor en consigna, restituir a las palabras su potencia crítica y recordar que la memoria sirve de brújula pero no de coartada.

Recordar el Holocausto debería inspirar máxima prudencia en el uso de la fuerza, una sensibilidad extrema hacia el sufrimiento civil y la obligación de resistirse a la repetición de prácticas que conducen al exterminio o a la expulsión. Convertir esa memoria en escudo para blindar cualquier acción estatal equivale a traicionar su sentido y constituye un argumento peligroso cuando sirve para anular el examen crítico. La memoria, si es verdadera, obliga a pensar al otro como otro yo; si se transforma en mito identitario que solo mira hacia dentro, termina por legitimar aquello que prometió impedir.

Los medios de comunicación y los platós que ridiculizan la mención del sufrimiento palestino no solo informan mal: deforman la sensibilidad. Y convierten la hambruna en chiste, la ayuda humanitaria en caricatura, el periodismo incómodo en traición. A fuerza de repetirlo, el público aprende qué compasiones son decentes y cuáles deben reprimirse. Se moldea un gusto moral. Cuando el gusto moral se ha corrompido, la política encuentra terreno fértil para medidas impensables una década atrás. En el momento en que la conversación pública admite la limpieza étnica como opción legítima, se ha cruzado una frontera civilizatoria. Y cuando la destrucción se transmuta en espectáculo para consumir con snacks y binoculares, se banaliza lo esencial: hay cuerpos bajo los cascotes; hay niños que mastican polvo porque ya no queda pan; hay madres que esconden a sus hijos para que mueran en silencio. Lo que llaman “daños colaterales” son huesos de niños, madres que deliran de sed y hospitales reducidos a polvo. El turismo de la destrucción no es un ocio inocuo; es una pedagogía de la insensibilidad. La responsabilidad colectiva no se disuelve en la multitud. Aunque existan voces heroicas que, dentro de la misma sociedad, alzan la palabra “genocidio” o claman por el fin de las políticas que empujan al hambre, ello no exime a la mayoría de su cuenta moral.

Y desde el lado de la humillación, no olvidan que todo comenzó con una promesa incumplida. En 1917, la Declaración Balfour ofreció un “hogar nacional judío” en una tierra donde vivía otro pueblo, y prometió hacerlo “sin perjudicar” a los habitantes árabes de Palestina. Aquella doble promesa —dar y no quitar, fundar y no desposeer— fue, desde el inicio, traicionada. Esa fue la primera piedra arrojada; de aquella piedra inicial, esta ciénaga sangrienta: los cadáveres que cayeron después, de uno y otro bando. A esa piedra que no dejó de rodar, desde la primera traición, impulsada por las constantes ocupaciones y los numerosos incumplimientos de las resoluciones de la ONU —ante la indiferencia de quienes debieron frenarla y la afrenta infligida a un pueblo demasiado oprimido para ofrecer la otra mejilla—, se suman ahora los cuerpos de su gente asesinados en el escenario genocida, mientras en los miradores de Sderot se aplauden las explosiones como si fueran fuegos artificiales. Para más inri, Trump, cómplice necesario en el genocidio, ha confiado la negociación no a diplomáticos ni mediadores de paz, sino a su yerno Jared Kushner y al promotor inmobiliario Steve Witkoff: dos hombres de negocio que imaginan “resorts y playas” sobre los escombros. Imaginemos, por un instante, que la víctima es nuestro hermano, nuestra madre, nuestro vecino. Y que lo que sangra allí no es solo un cuerpo, sino la tierra que nos dio nombre y la libertad que nos queda. La sed de venganza queda servida.