Existen políticos que, cuando obtienen el poder, ya sea nacional, autonómico o municipal, se aíslan y van adentrándose en un terreno en el que poco a poco se creen poseedores de la verdad. Entonces, ven a los demás como enemigos que quieren arrebatarles los privilegios que da el poder, no como opositores. Al llegar a este momento, la democracia va perdiendo su verdadero sentido, es usada solo en el provecho del mantenimiento del poder y deja de ser democracia.
Una manera engañosa de intentar desacreditar a los que se oponen a esta clase de hacer política es el viejo mantra de acusar a esas personas de a querer algo oscuro. Les da igual que solo busquen el bien común o simplemente que discrepen del estado de las cosas, de esa forma hacer política. Les niegan la posibilidad de que actúen en pos del sentido clásico y noble de la política que busca el bien común, del que depende el bienestar y la búsqueda de la igualdad y la participación en las cosas de la polis.
Creen tener el monopolio de lo que ellos entiende como política: conservar el poder por encima de todas las cosas y hacer de su visión de la sociedad y las leyes la verdad absoluta. Por tanto, aquellos que disientan de su plan casi divino están equivocados, vienen a crear división e incluso odio entre unas ciudadanas y unos ciudadanos que solo quieren vivir tranquilos, obedeciendo sin cuestionarse nada, preocupados solo por consumir y vivir al día, sumergidos en el más rampante capitalismo.
Una de las cosas que más temen esos políticos es a los movimientos sociales y ciudadanos por la sencilla razón de que al intentar convencer que debajo de estos movimientos solo está lo que ellos mal llaman política, la lucha por el poder para su propio beneficio, se retratan ellos mismos con sus bulos y malas maneras, con sus ataques, a veces desaforados, a personas decentes, a asociaciones, y plataformas donde conviven una diversidad y transversalidad que las hacen valerosas por sí mismas.
Ellos, en su delirio, creen que hacen lo correcto y que trabajan por el bien común, pero aplicando aquello de las monarquías absolutas: “Todo para el pueblo, pero sin el pueblo”. Con estas ínfulas de grandeza llegan a negar la palabra a plataformas y asociaciones que trabajan por causas justas, universales. Pongamos por ejemplo Gaza. Son incapaces de aceptar que la sociedad, la ciudadanía, tiene derecho a reivindicar aquello que cree necesario hacer sin el manto protector y asfixiante de las instituciones, sin rendirse ante subvenciones, promesas de puestos de trabajo ni prebendas presentadas como un don gracioso del que tiene el poder, cuando en realidad son derechos adquiridos. Otras veces desobedecen sus propias leyes y ordenanzas buscando votos para mantenerse en el poder. Son expertos en desdecirse y en presentarse como defensores de lo contrario de lo que un rato antes atacaban.