La indignación no es un lujo moral, es un instinto de supervivencia. Surge cuando la dignidad se ve atropellada, cuando la injusticia se disfraza de normalidad y cuando los poderosos deciden que la humillación es la forma más cómoda de gobernar. Lo verdaderamente preocupante de nuestro tiempo no es tanto el exceso de ira, sino su ausencia. Frente a los abusos que presenciamos cada día, lo que debería provocar una reacción masiva y organizada se encuentra con una ciudadanía distraída, resignada o incluso anestesiada por las pantallas. Unos prefieren no ver; otros aplauden, engañados por la propaganda. Y mientras tanto, la política internacional se degrada.

El ejemplo más evidente de esta deriva es Donald Trump. No estamos ante un dirigente excéntrico más, sino frente al rostro visible de una forma de poder basada en la prepotencia y la imposición. Su política de aranceles, presentada como defensa de los intereses estadounidenses, es en realidad un instrumento de castigo y chantaje hacia el resto del mundo. Cada decisión comercial se convierte en una declaración de hostilidad, cada gesto diplomático en una escenificación de dominación. Basta recordar la supuesta negociación con la Unión Europea celebrada en su propio campo de golf. Lejos de un encuentro institucional entre iguales, fue un espectáculo cuidadosamente diseñado para humillar a su desnortada interlocutora, Ursula von der Leyen, a quien la firmeza con que meses atrás exaltaba la grandeza de Europa y sus potencialidades se le desvaneció en un suspiro. Trump no negocia: escenifica su poder.

El problema no es solo su figura. Es lo que representa. Su misoginia, su racismo, su negacionismo climático y su desprecio abierto por los derechos humanos no son simples rasgos personales, sino los pilares de una estrategia política que convierte la crueldad en doctrina de Estado. Lo grave es que ese estilo, antes relegado a los márgenes, se va normalizando. Y lo más inquietante es que buena parte de la juventud, seducida y confundida por la maquinaria digital, se entrega con entusiasmo a jalear esas políticas sádicas —desde la caza de inmigrantes en la frontera hasta la complicidad directa con el genocidio del pueblo palestino—. En cada arancel impuesto, en cada burla contra los más débiles, en cada mentira repetida sin pudor, se envía al mundo un mensaje corrosivo: que la brutalidad funciona. Y aceptar pasivamente esa narrativa nos convierte en cómplices de su avance.

Ante esta situación, surge una pregunta inevitable: ¿qué margen de acción nos queda a los ciudadanos europeos cuando quienes deberían representarnos se muestran tibios, se refugian en la cobardía o, peor aún, caen en una vergonzosa actitud de sumisión? La respuesta no es nueva, pero sí poderosa: el boicot económico. La historia lo ha demostrado una y otra vez. En Montgomery, Rosa Parks se convirtió en símbolo cuando se negó a ceder su asiento, pero fue el boicot sostenido al transporte público lo que forzó cambios reales en el sistema de segregación. En Sudáfrica, décadas de apartheid se enfrentaron a una presión internacional que se articuló, sobre todo, a través de un rechazo económico masivo: millones de consumidores decidieron que no seguirían financiando un régimen criminal. También las luchas obreras en Europa, en tiempos en que los sindicatos eran débiles o inexistentes, encontraron en el boicot una herramienta para obligar a la industria a reconocer derechos elementales.

Más cerca en el tiempo, grandes marcas de la moda y del consumo global han tenido que modificar sus prácticas al sentir el impacto directo de campañas de boicot organizadas en redes sociales. El consumo no es un acto neutro: es una forma de poder. Cada compra sostiene un modelo económico y cada renuncia envía un mensaje político. Esa es la fuerza que hoy debemos recordar.

Trump afirma con cinismo que le encanta la palabra “arancel”. Bien, nosotros podemos responderle con otra igual de contundente: “boicot”. Porque no se trata de odiar a Estados Unidos ni de atacar a sus ciudadanos, muchos de los cuales también sufren las consecuencias de estas políticas. Se trata de negarse a financiar un proyecto político que desprecia la verdad, erosiona las instituciones y amenaza el futuro de todos. De proteger nuestra economía, nuestra soberanía y nuestra dignidad. De mostrar a las corporaciones estadounidenses que su apoyo incondicional a un líder autoritario puede salirles caro.

¿Y si millones de europeos, latinoamericanos y ciudadanos de todo el mundo decidieran actuar de manera coordinada? ¿Resistiría la primera potencia económica un boicot global a sus productos? La lógica del mercado nos dice que no. Los grandes empresarios que hoy sostienen a Trump por interés dejarían de hacerlo si sus beneficios empezaran a desplomarse. El efecto dominó alcanzaría a la política interna estadounidense, donde los votantes verían en su propio bolsillo el precio de haber entregado el poder a un ególatra irresponsable. El boicot no solo tiene capacidad de resistencia: también puede convertirse en un instrumento de corrección histórica.

Thoreau defendió la desobediencia civil como una obligación moral ante gobiernos injustos: no colaborar, no pagar, no sostener con nuestro dinero lo que consideramos inmoral. Y Gandhi o Martin Luther King demostraron que esa vía, sin violencia, puede transformar sociedades enteras. Hoy la herramienta es el boicot económico: un acto colectivo de resistencia civil que ya ha tenido impacto en distintas latitudes. Canadá lo probó con resultados drásticos: los vuelos hacia EE. UU. cayeron hasta un 76%, los cruces por tierra un 23% y las tiendas fronterizas perdieron un 80% de ventas. En Dinamarca, la mitad de los consumidores dejó de comprar Coca-Cola o Tesla, optando por alternativas europeas. Qué envidia y qué vergüenza la nuestra. En Francia, Alemania e Italia, más del 50% de la población estaría dispuesta a boicotear incluso los codiciados iPhones. En los Balcanes, los supermercados vieron desplomarse sus ventas hasta un 53% por la fuerza de un boicot ciudadano. Y en Sudamérica, el movimiento Latino Freeze llama a no comprar en Walmart, Amazon, Starbucks, Coca-Cola ni Target, fomentando el apoyo a tiendas locales y pequeños negocios latinos. Todo ello muestra que el consumo puede ser un arma política y económica real.

En un contexto así, Europa no puede permitirse la inacción. Y la responsabilidad no recae únicamente en los dirigentes, muchas veces tentados por la comodidad de la rendición, sino también en los ciudadanos y en quienes tienen voz pública: escritores, artistas, periodistas, pensadores. La historia no perdona el silencio. Frente al fascismo, frente al apartheid, frente a la explotación obrera, siempre fueron la conciencia y la determinación colectiva las que abrieron camino. Hoy estamos llamados a la misma claridad moral.

Con esa convicción he creado un vídeo de 17 minutos que no pretende alimentar el resentimiento, sino ofrecer razones claras y argumentos históricos para demostrar por qué el boicot a los productos made in USA es una respuesta urgente y necesaria. El consumo, en un mundo regido por el mercado, es también un terreno de lucha política. Allí donde los gobiernos fallan, los ciudadanos aún conservamos un arma silenciosa pero decisiva: nuestra capacidad de elegir qué sostenemos con nuestro dinero.

Estamos moralmente obligados, siguiendo la ética kantiana y la tradición de la desobediencia civil, a participar en un boicot contra productos fabricados en EE. UU., aun cuando ello pueda afectar a trabajadores inocentes. Porque pesa más la responsabilidad de no sostener con nuestro consumo un poder que amenaza la justicia y la dignidad humana.

Invito a ver el vídeo completo como un ejercicio de reflexión colectiva. No para quedarnos en la indignación estéril, sino para recuperar la dignidad de quienes no se resignan a ser tratados como piezas en el tablero de un matón. Europa, Latinoamérica y todos aquellos que creen en la justicia tienen ante sí una oportunidad histórica: demostrar que la conciencia organizada puede frenar la prepotencia. El boicot es más que un gesto: es la forma más clara de proclamar que no aceptamos la humillación como norma de nuestro tiempo.