Me puede cachear la policía, me pueden volver cabeza abajo o hacerme una tomografía axial computerizada, no encontrarán un átomo de creencia religiosa en mi cuerpo. Soy, igual que Buñuel, “ateo gracias a Dios”. Cierto es que el ateísmo también es una creencia, porque no hay forma de demostrar que no existe un ser mayor que el cual, nada se puede pensar. Así que, como no se puede demostrar ni una cosa ni la contraria, me tomo la libertad de no creer. De ser creyente, sólo podría pensar que el divino hacedor es el paradigma de la crueldad, que no existe un Dios bondadoso, sino uno que como se enoje te mete un rayo por salva sea la parte. La divinidad siempre se enfada con los mismos. Sin embargo, no existe una justicia, ni poética ni prosaica, para los que siempre se salen con la suya, que con frecuencia no es suya sino nuestra.  

Creo en los ángeles, pero no en los de la guarda. Si yo tuviese uno, sería el espíritu más vago e incompetente imaginable o sería un corrupto que se dejaría sobornar fácilmente. También pudiera ser que su inacción se debiera a que estuviese ocupado, filosofando por los tejados como Bruno Ganz en “El cielo sobre Berlin”. No creo en querubines rechonchos y asexuados de mofletes prominentes y pelo ensortijado. Los ángeles en los que creo -supongo que existen para compensar los ataques constantes de los demonios de jardín que sonríen mientras afilan sus cuchillos cebolleros- son hipócritamente falsos, no se les ve llegar, se hacen pasar por amigos, te convencen de que puedes confiar en ellos e insisten en lo mucho que vales mientras se ríen en voz baja de lo poco que cuestas. Son ángeles trampantojos, van de ser buena gente, de solidarios preocupados por sus “amigos” y sus tribulaciones, mientras se zampan todos los bollos que encuentran.

Los seres en los que creo no son divinos, no tienen alas, ni están en lista de espera para adquirirlas, son de hueso y carne. De vez en cuando aparecen, lo hacen cuando más los necesitas, como si fuesen fruto de un milagro. No prometen el oro, tampoco el moro. Uno se siente reconfortado simplemente con ser escuchado en un mundo de sordos. No piden que confíes en ellos, ni insisten en que tienen la solución a tus problemas. Los ángeles que actúan a cambio de nada no creen en Dios y sí en la justicia social o sí creen en Dios y en la caridad cristiana. El caso es que hacen el bien sin mirar a quien y eso es tan humano (en el buen sentido de la palabra) que está por encima de religiones y creencias, de ideologías, patrias y banderas.

Pienso en los ángeles mundanos, en los que contribuyen para construir un planeta menos agreste. Muchos se juegan la vida y la pierden “casi por nada” a cambio de ayudar a los desposeídos, a los que nadie les puede robar nada porque nada tienen. Me pregunto ¿qué es tenerlo todo? ¿qué es no tener nada? Ser o no ser es la pregunta, conformarse con llevar una vida digna o ser una ladilla ambiciosa incapaz de sentir empatía por nadie, traicionar a todo el mundo empezando por uno mismo, arrastrarse ante el poder y humillar al común. Algunos ni siquiera se preguntan nada.

De vez en cuando, por sorpresa, aparecen estos “ángeles mortales”. Uno no se fía, este mundo egoísta fomenta la desconfianza, pero te echan una mano y te reconfortan cuando el cansancio vital hace mella, cuando las piernas flaquean, cuando los fantasmas se hacen fuertes en las noches de insomnio. La agonía se hace menos dura y sin saber cómo, una palabra olvidada reaparece y ya no parece absurda, ya no chirrían los oídos ni se seca la boca al pronunciarla. Uno ya no se siente ridículo por tener esperanza, la soledad se vuelve relativa.

A no ser que nos invadan los extraterrestres, no creo que vuelva a pensar en la existencia de Dios, pero yo de mayor quiero ser un ángel ateo o, como mínimo, agnóstico. No sé si doy la talla, si no soy un cobarde dispuesto a defender mi televisor de led o mi cafetera de cápsulas por encima de lo que es justo. Pero juro por mí mismo que lo intentaré, tengo grandes profesoras, grandes maestros con grandes orejas para escuchar y una voluntad que trasciende todo, incluida la amistad. Hay ángeles a los que no conozco de nada y sin embargo solo preguntan qué necesitas, cómo te puedo ayudar.

Gracias a la buena gente que no lo aparenta, que no alardea, gracias a los escuchadores. Gracias Wim Wenders y Frank Capra, por creer y hacernos creer en la esperanza. Gracias George Bailey y Clarence Odbody, por convencernos de que “Qué bello es vivir” no es sólo el título de una película.