Siempre que empieza un nuevo curso escolar no puedo dejar de pensar en mi vida como maestra, la que viví durante muchos años con verdadera vocación a pesar que elegí la carrera docente sin saber muy bien por qué. Fue un poco porque era corta y tenía miedo de perder la beca. Eran tiempos de responsabilidades, de saber que éramos unas privilegiadas por poder estudiar y vivir en Sevilla. Otro poco porque andaba despistada sin saber qué quería ser. Sí, ese querer ser iba -va- implícito en la profesión de maestra: se es maestra o maestro. No se trabaja de maestra o de maestro.

El ser maestra es -fue- una experiencia gratificante, salvadora. A mí me salvó. Cada día vives una experiencia única, de la que aprendes de tus alumnas y alumnos. Sabes que tienes en tus malos la posibilidad de dejar huella en las mentes y el espíritu de niños y niñas, de adolescentes, que más tarde serán los que formen la sociedad del futuro. A veces el pensar eso abruma y hace sentir una responsabilidad que otras profesiones puede que no tengan. Durante el tiempo que fui maestra no sabía nunca si lo estaba haciendo bien, mal o regular. Pero lo que tenía claro es que la escuela del siglo XIX no podía caber en el XX y en le XXI.

Ahora, pasado el tiempo, pienso que fui cobarde por dejarme arrastrar por ciertas prácticas con las que no estaba conforme, que veía obsoletas y no aportaban nada positivo en los tiempos que corrían. La educación, pienso, es lo más importante que le ocurre a un ser humano durante su infancia y juventud. En realidad, la educación es lo más importante a lo largo de toda la vida porque no es algo que termina un día. Seguimos aprendiendo cada día que abrimos los ojos. Tenemos que estar abiertas a aprender cosas que quizás años antes no nos parecían importantes o que ni siquiera imaginábamos.

Hay retos que nos enfrentan a nuestras propias convicciones, esas que nos han mantenido en pie el paradigma sobre el que hemos construido nuestra realidad. Debemos estar preparadas, preparados, para aprender siempre y, para ello, como decía un paleoneurólogo hace unos días, la atención es necesaria, fundamental. La tragedia es que esa atención necesaria para seguir creciendo cada día la están perdiendo los niños y niñas, los jóvenes, en aras de la inmediatez que tienen en las pantallas.

Cada día veo cómo los más pequeños y no tan pequeños dependen de las pantallas, ya sea ordenador, tablet o teléfono móvil. No estoy renegando de las nuevas tecnologías. Han venido para quedarse y que nos acompañarán de forma indispensable, pero tenemos el deber de buscar nuevos caminos para que la educación, sin abandonarlas, eduquen la atención necesaria para enseñar y aprender al igual que fue necesario que nuestros ancestros observaban cómo alguien a su lado convertía una piedra en un objeto útil.