Los petardos me recuerdan que en muchos lugares las explosiones son de verdad. El ruido, el insoportable ruido, ahoga la razón. No hay manera de ponerse de acuerdo con nadie, a veces ni con uno mismo. Todos gritan lo que ignoran, todos repiten lo que oyen, sólo se puede ser amigo o enemigo y se impone la sordera. Ahora que la testosterona tiene miedo y se defiende mordiendo preventivamente, se impone la mentira y la intolerancia.
Como no puedo combatir el ruido más allá del pataleo, me entrego a mis más bajas pasiones musicales. Me rebajo a escuchar a Pavarotti cantando por Puccini, exigiendo que “Nessum dorma”. Por puro masoquismo escucho la voz imposible de María Callas en lugar de escuchar reguetón como la gente normal. La ópera no está de moda, en realidad nunca lo estuvo, salvo en el estirado cuello de petimetres, lechuguinos y damas de media alcurnia. Los más de ellos con orejas de burro, que acudían como pavos a lucirse en elegantes teatros. Los pudientes decidieron qué era elevado y qué chabacano, adueñándose de la música ahora llamada culta y que hasta que triunfó en los palacios se cantaba por las calles de Nápoles. Lo que es bueno se lo quedan los ricos. Los músicos siempre fueron siervos del ocio, como los enanos y los bufones.
La mayoría de las grandes músicas nacieron en sucios arrabales, las inventaron gentes que no sabían escribir música, pero sí vivirla. El flamenco nació en los márgenes de poblaciones y gañanías cortijeras. Dentro de una olla a presión en régimen de semiesclavitud, sólo se podía gritar a compás. Hijo de la rabia y la injusticia, creció en suburbios como Santiago y San Miguel, Santa Marina, Triana, el Sacromonte… En los burdeles los señoritos empapados en alcohol alquilaban personas para entretenerse, divirtiéndose con las penas del populacho transformadas en arte. El flamenco era la expresión cultural de la pobreza, por eso los intelectuales no lo reconocieron hasta que Falla y Lorca lo pusieron en valor en 1922.
No puede haber música sin pasión. La industria del espectáculo es pasional, pero sólo siente pasión por el dinero. Para los contables sería más fácil si todos fuésemos aparatos digestivos con orejas, si nos tragásemos el ruido sin rechistar. Siguiendo la moda, todo ha de ser bajo en calorías, todo inocuo, todo frívolo, lo simple está devorando a lo excelente. La vaca no puede dejar de dar leche, aunque sea agria. Pero se tiene que consumir rápido, la canción del año caduca en una semana.
Los algoritmos no discriminan entre el atún y el betún. El choped pork ha copado el mercado, dejándonos sin jamón y sin bellotas. Hemos pasado del virtuosismo en la interpretación a las diferentes formas de mover el culo. Pasamos de la poesía cantada al ripio, de la melodía y los brillantes arreglos al estribillo machacón. Menos mal que la calle no se calla, que la rebeldía pervive, menos mal que aún hay quien levanta el dedo. Siempre ha habido artistas capaces de saltar el muro de las lamentaciones y con una voz hermosa y potente, o con poquita voz y desagradable, hacen la música que les da la gana, le parezca bien al mercado o no, esté de moda o no, llene estadios o no.
Para llegar al alma humana hay que sufrir de amor, de vida y de muerte, porque sólo estos son los temas universales. Sin ellos no se puede entender el desgarro del bolero, el fado y la copla, el tango, el jazz, el blues y el soul… Los rockeros de barrio hicieron música sin permiso de la autoridad pertinente, cantando sus anhelos y miserias. Cuando hay talento, la rabia contra la injusticia, el poder y la lucha por la supervivencia convierten el escupitajo en arte. Bien lo sabía Robe, que no era ni extremo ni duro, pero sí un “payaso” al que no le gustaba el circo. Un contador de intimidades universales que no hacía concesiones al mercado. Cuánta fragilidad mostraba este tipo “descolorío” con apariencia de alambre de espino, alma y cabeza de poeta lenguaraz.
Jorge Martínez, de Ilegales, fingía ser “un macarra y hortera que iba a toda hostia por la carretera” y repetía “señora, si no le gusta mi careto cambie de canal”. En ese mundo mal hablado e irreverente, barriobajero y chabacano, convivían muchos poetas del verso, libre de azúcares añadidos. Estos juglares del asfalto no eran amigos de enjuagues ni peloteos, jamás presentaron un concurso de “a ver quién la tiene más grande” en televisión, no hicieron de Bertín Osborne. Lo suyo era la música. Los viejos rockeros también mueren. No es que mueran más que los demás, pero el hueco que dejan es muy profundo porque tienen la piel curtida por las inclemencias y saben lo que es ser “los olvidados”. El poder siempre ha querido dirigir las cabezas de la gente humilde pero a veces no lo consigue.

